Entre un mayordomo en excedencia y un vendedor turco de bazar. Así se nos apareció Santiabascal en el debate de la Academia de Televisión de la otra noche. Ha corregido, aparentemente, esa agresividad de bulldog poligonero y ahora está más cerca de Heidi que del gesto adusto de Ortega Smith. Lo demuestra la sonrisa mansa y recental que le ha plagiado a Rocío Monasterio. Una sonrisa que él encaja entre la barba rifeña en cuanto acecha la ocasión.

Quizá por eso trató de convencer a la cámara televisiva, durante el debate, de que Vox es el partido enviado por Dios para poner orden en el sindiós que, según él, es España. Nadie, salvo tímidamente Rivera y abruptamente Iglesias, lo contradijo. Sánchez hibernaba frente al agujero negro de sus papeles blancos. Casado contemplaba la luna de Valencia, que él confundía con los focos televisivos. Y así durante más de tres horas de bostezos.

Y mira que Santiabascal amontonó disparates aquella noche. Pero, absortos en sus cábalas electoralistas, sus rivales se acogieron al laissez faire y permitieron que el Redentor ejerciera a sus anchas de Gil Robles, de evangelista de teletienda, recitando una tras otra todas las baratijas ideológicas de la ultraderecha populista que, si se llevasen a la práctica, hundirían al país en una semana. Social y económicamente. Han tenido que ser los periodistas en primer lugar y en segundo, un millar de investigadores y profesores universitarios que acaban de firmar un manifiesto contra las mentiras y la manipulación de datos de Vox los que han fumigado los embustes del partido ultra y han puesto las cosas en su sitio. Se echó de menos en el plató a alguien sin pelos en el frenillo que no temiese llamar al pan, pan y al fascista, fascista. A Aitor Esteban, o sea.

Si algo quedó claro en el debate, es que Vox se mueve muy lejos del radar de la democracia. Vox es como las capas onion del navegador Tor. Una sucesión de velos que tratan de ocultar su verdadera identidad, cifrada en su profundo odio a las libertades. Dentro de Vox, en efecto, está Ledesma Ramos, el fundador de la Falange y de las JONS, a quien Santiabascal homenajeó sin referirse directamente a él. Dentro de Vox está, asimismo, el odio a la pluralidad. El odio a partidos con representación parlamentaria, como el PNV, al que pretende ilegalizar. Y el odio a la democracia.

Porque, entre otros derechos —los de la igualdad de la mujer, sin ir más lejos—, Vox se pasa por la horcajadura el derecho a la información. De ahí que, como Trump, vete a los periodistas que no le bailan el agua ni le masajean las declaraciones. Si no escribe sus nombres en el interior de una diana, es porque los demócratas somos —todavía— demasiados. Y porque primero Santiabascal tiene que limpiar España de inmigrantes, de feministas, de rojos, de maricones, de lesbianas, de separatistas y de negros que vienen a violar a santa Teresa de Jesús en su castillo interior.

Vox, cuando está tranquilo y no lo arrebata el enthousiasmós patriotero, solo quiere acabar con las autonomías. O con las pensiones. O con las dos, ya puestos. “O pensiones o autonomías”, pregonó Santiabascal en el debate. Pues, según él, las autonomías son una hemorragia verde, un chorreo bobo de dinero, cuando los estudios demuestran que es al revés. Es decir, económicamente un país federal es más eficiente —y España, a efectos prácticos, lo es— que uno centralista. Pero la verdad a Vox le produce temblores, sudoración, sarpullidos, diarreas y visión borrosa, sobre todo visión borrosa. Para Vox, la verdad es un ibuprofeno en mal estado.

Claro que, para suprimir las autonomías, primero habría que reformar la Constitución. ¿Y cómo lo harían? ¿Azuzando a sus votantes como Torra a los CDR, apreteu i feu bé d’apretar? ¿O quizá, de forma más civilizada, solo pegando tiros al cielorraso del Congreso y se sienten, coño? Suprimidas las autonomías, ¿qué harían con los trabajadores públicos? ¿Mandarlos al paro y “que se jodan”, como dijo la diputada del PP Andrea Fabra cuando Rajoy anunció que recortaría el subsidio por desempleo?

Santiabascal, no contento con querer imponernos un Reich centralista y friki en lo social, territorial y cultural, pretende consolidar los privilegios fiscales de las grandes empresas y favorecer a los más ricos a costa de las clases más vulnerables. Para ello, entre otras medidas, propone liberalizar el suelo —algo que ya hizo Aznar en 1998; lo que, años después, conduciría al estallido de la burbuja inmobiliaria—; repartir cheques escolares —un modo encubierto de prestigiar la educación concertada y privada en perjuicio de la pública—; privatizar parcialmente las pensiones, algo que beneficia a los bancos y castiga a quienes tienen pocos ingresos, porque no pueden ahorrar. Y, como todos los partidos de derechas, bajar los impuestos. Una manera onion de ocultar que, al bajarlos, y para evitar que el déficit se desmadre, habría que reducir el gasto público e imponer recortes. Y entonces, al matadero lo poco que queda del estado de bienestar.

En fin, ignoro qué sucederá el próximo domingo, pero, si aciertan las ciclotímicas encuestas, que profetizan el tercer puesto a Vox, habrá que concluir que nuestra democracia está en peligro. Frente a Abascal, con Franco moríamos mejor.