“No hay mal que por bien no venga” dijo Franquito,  el 20 de diciembre de 1973 en su alocución a los españoles  tras el atentado brutal que le costó la vida al presidente de su Gobierno, el almirante Luis Carrero Blanco, cuando estalló una bomba a su paso por la calle Claudio Coello. La frase se entendió como que la muerte de su mano derecha suponía evitar una cierta apertura, no deseada por el sector más duro de la dictadura.

Si hoy el dictador  hubiera dicho lo mismo, la Fiscalía se habría lanzado sobre él por humillar a las víctimas del terrorismo, y  los tres jueces de la Sección 4ª de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional le hubieran condenado a un año de prisión, siete de inhabilitación y otro más sin derecho a voto. Esto último, al llamado caudillo le hubiera importado un bledo.

Igual suerte habrían corrido quienes en aquella época canturreaban: “Carrero voló y López, rodó” en alusión al cese posterior del ministro preferido por Carrero,  Laureano López Rodó. Por no hablar de los que comentaban la eventual relación de la CIA con los hechos, por la cena del entonces poderoso secretario de Estado norteamericano Henry Kissinger con Carrero Blanco, la noche anterior.

Viene esto a cuento de que una joven de 21 años, que se presenta  con el nombre de Cassandra, ha recibido la condena de marras de esos tres jueces, atendiendo al fiscal, por hacer chistes del almirante Carrero.

Chistes de mal gusto, pero ni se aproximan a las joyas de la época, como la que Juan Luis Cebrián recoge en su novela publicada en el 2000, “La agonía del dragón”: “Carrero Blanco coge un taxi y pide que le lleven a Claudio Coello, ¿a qué altura de la calle le dejo?”.

Y es que, a veces, parece que hay quien puede llegar a ser incluso más franquista que Franco.