Se acabó. Después de tantos esfuerzos concéntricos por no movernos del sitio, Madrid se nos ha transformado en la Wuhan de Europa, como dicen algunos, o en el Orán de La peste, como prefiero yo. Tanto nos hemos internacionalizado, que ayer mismo vi por Puente de Vallecas a Albert Camus repitiendo el gesto de aquella foto icónica que le hizo Cartier-Bresson, o sea, buscando con la mirada un recuerdo en el aire sucio y administrativo de la ciudad, con las solapas del abrigo rozándole casi las orejas y la colilla proletaria y breve quemándole los labios, dudoso entre Humphrey Bogart y un albañil de Jaén.

Al Camus que se me apareció ayer en Puente de Vallecas lo encontré cenceño, muy consumido, y únicamente el modo elegante de fumar recordaba al autor de La peste. Pero lo que me estremeció no fue su aura de resucitado en huesos más que en carne, sino verlo recoger una mascarilla usada de la acera. Y ponérsela luego. Hacía lo mismo que —según denuncian diversas asociaciones a las que Ayuso premia con su pasotismo Chanel y neoliberal— hacen algunos vecinos de ciertos barrios de Fuenlabrada, donde la renta apenas supera los 7.000 euros.

Las mascarillas que tiran a la basura en la calle Serrano las arrastra el viento nómada y azul de septiembre a la otra ribera de la M-30. Allí donde, desde ayer, empieza la reserva sioux de los obreros, todos ellos malditos y culpables de que Madrid se haya contagiado por encima de sus posibilidades debido al estilo de vida de estos barrios, donde, según dijo la presidentona después de la teatralizada y decepcionante reunión de ayer con Sánchez, abundan, además del virus, la delincuencia, la okupación y los menores no acompañados. Y los terroristas, se le olvidó agregar. O sea, que, en lugar de poner más médicos, rastreadores, personal sanitario; en lugar de contratar más profesores y ampliar las aulas; en lugar de reforzar el transporte público —todo lo cual le compete a ella—, exige más policías a Sánchez. Que seguro que el virus se combate mejor con multas represivas y golpes de porra. Y eso que el gran desastre está aún por llegar.

Villaverde, Vallecas, Usera, Carabanchel, Ciudad Lineal, etc. son distritos de gente humilde a la que los señoritos les pagan un insulto más que un salario y a la que las distintas generaciones de políticos no han dejado más horizonte que la rabia ni más edén que los geranios mustios de Manuela, la vecina de enfrente. Son obreros que no pueden conducir la furgoneta desde el menú de inicio de Windows 10. Gitanos de la chatarra lumpen. Cuarentones con mono de taller y grasa en las uñas. Son mujeres que acuden a casa de los ancianos de Chamberí a cambiarles los pañales embadurnados de soledad y mierda. Son vendedores ambulantes. Enfermeras eternamente interinas. Autónomos que se explotan a sí mismos para morir desangrados a los pies del IVA trimestral.

Son, en fin, gente trabajadora, gente sencilla. O sea, gente irresponsable. Así los definió Almeida, irresponsables. Lo hizo porque, días atrás, estos irresponsables se concentraron para protestar no contra el confinamiento selectivo de algunas zonas de Madrid —principalmente del sur—, sino contra el clasismo y la ineficacia de Ayuso, la presidenta de la región más coronavirizada de Europa.

Dan asquito las palabras de Ayuso y de Almeida, sobre todo si recordamos que, en mayo, durante el estado de alarma, el alcalde del Ibex justificaba a los fachuzos de Núñez de Balboa, histéricos de banderas y cacerolas, diciendo que se limitaban a ejercer su derecho a la libertad de expresión. Los pobres, en cambio, estamos mejor calladitos y fusilados contra las tapias del cementerio al amanecer, cuando el cielo tiene ese color de lombarda mística.

Así, no. Así no conseguiremos doblegar el virus con las políticas de forocoches de Ayuso. Ni las restricciones ni los confinamientos parciales resolverán la escasez de médicos ni otras penurias. Mientras escribo esto, el 65% de las UCI de Madrid ya están ocupadas por enfermos de covid. Y, entre tanto, Ayuso fingiéndose Juana de Arco, cuando solo es una adolescente nostálgica de la Súper Pop.

Con la mascarilla sucia y las solapas del abrigo rozándole casi las orejas, Albert Camus se mezcló, calle arriba, con los humildes por los que tanto había luchado.