No somos conscientes del agua que derrochamos porque abrimos el grifo y sigue saliendo. Por eso la conciencia ciudadana respecto al ahorro de agua aumenta de golpe en períodos de sequia. Un buen ejemplo es el del Área Metropolitana de Barcelona, que a raíz del severo episodio de sequía del 2007 y gracias al esfuerzo ciudadano redujo los niveles de consumo doméstico a los 100 litros por habitante y día (la media estatal en ese año era de 157): todo un ejemplo de compromiso con el ahorro. Y lo mejor de todo es que ese esfuerzo se mantiene y parece haberse incorporado a la conciencia colectiva: en 2015 fue de 101.
El ahorro es sin duda la mejor herramienta para evitar el colapso del ciclo de abastecimiento del agua urbana. Una crisis que puede extenderse a todo el mundo si los niveles de demanda no dejan de aumentar mientras, como nos señalan los científicos que estudian la evolución del calentamiento global, la disponibilidad de este recurso natural va a ser cada vez menor en amplias regiones del planeta. Por eso hay que ir más allá del ahorro.
En el conjunto del planeta la extracción de agua de las capas freáticas se produce a una velocidad mucho mayor a la capacidad natural de regeneración y en amplias regiones la población depende ya de manera exclusiva de las aguas subterráneas para cubrir sus necesidades básicas de consumo.
En India, Estados Unidos, China y el norte de África el agotamiento de las reservas hídricas del subsuelo se pude empezar a considerar como grave, ya que la constante extracción a niveles insostenibles está provocando la acumulación de sedimentos en las extintas bolsas, lo que causa la reducción paulatina e irreversible de su capacidad. Como buena prueba de ello en Estados Unidos el consumo de agua mineral embotellada se ha multiplicado por diez en los últimos veinte años y en Bangladesh, uno de los países con mayor número de ríos y más caudalosos, el 95% de la población se abastece ya únicamente de agua subterránea para beber dada la alta contaminación que muestran sus aguas superficiales.
A luz de estos datos se plantean dos cuestiones. La primera es si estamos en disponibilidad de asegurar el derecho de acceso a este recurso esencial para la vida a toda la población mundial mientras seguimos contaminando las aguas superficiales y agotando los acuíferos subterráneos. Un derecho humano según la ONU. Y desde una posición no ya tremendista sino rigurosamente científica la respuesta es no.
Gracias a las nuevas tecnologías hoy en día sabemos hasta prácticamente el litro la cantidad de agua de la que podemos disponer. Y esos datos demuestran que hemos alcanzado unos niveles de demanda que hace mucho tiempo se “desengancharon” de la realidad al superar por mucho la capacidad de regeneración natural del recurso, lo que nos aboca a la crisis.
Pero lo cierto es que, así como nos anuncian el riesgo al que nos enfrentamos, la aplicación de los avances tecnológicos puede suponer también un gran aliado para eludirlo y asegurarnos el acceso futuro al agua potable. Uno de los principales campos en los que se está investigando es el de la reutilización. De lo que se trataría es de alcanzar un nivel de perfeccionamiento en la recuperación de nuestras aguas residuales que permitiera equiparar la calidad del agua que sale de las potabilizadoras a la de la que obtenemos al final del ciclo de tratamiento en las estaciones depuradoras de aguas residuales. En eso estamos y en este terreno se están produciendo grandes avances que constituyen una gran esperanza para todos.
La segunda cuestión es ¿Podrán acceder a este tipo de tecnologías los estados en vías de desarrollo? ¿Seremos capaces de socializar estos avances para garantizar el derecho humano al agua potable y de saneamiento a todos los habitantes del planeta? Pero para ésta ya no tenemos respuesta pues se adentra en el impredecible terreno de la voluntad política.