Mientras miles de personas eran desahuciadas, los mayores renunciaban a medicamentos por no poder pagarlos y la juventud se veía forzada a emigrar con la maleta cargada de frustración, ciertas empresas con contactos sabían seis meses antes que el Congreso los presupuestos del Estado. Eso ocurrió durante los gobiernos de Rajoy, y lo desvela un informe de la UCO, que pone el foco en el despacho fundado por Cristóbal Montoro, entonces ministro de Hacienda.

El contraste es brutal. Mientras la mayoría de la sociedad se apretaba el cinturón, una minoría disfrutaba de privilegios difíciles de explicar en un Estado democrático, tanto desde el punto de vista ético como político. Y, como siempre, quienes más sufrieron fueron los más vulnerables: los niños, los pensionistas, los estudiantes sin recursos, las personas dependientes, las familias trabajadoras.

A menudo se habla de recortes en abstracto. Pero detrás de cada “medida de ajuste” hubo dolor, abandono, vidas truncadas. Lo recuerdo perfectamente, no me lo han contado, por ese entonces era diputado nacional y dolían y mucho todos y cada uno de esos brutales recortes aprobados por el gobierno del PP.

Más de 120.000 estudiantes abandonaron sus estudios universitarios por falta de recursos. Los criterios para tener derecho a una beca se endurecieron, las tasas académicas se dispararon, y estudiar dejó de ser un derecho garantizado. Muchos jóvenes vieron cómo el esfuerzo de toda una vida se desmoronaba por no poder pagar una matrícula.

El Gobierno del PP endureció los requisitos académicos a propósito: el objetivo no era premiar el mérito, sino reducir el número de becarios. Se recortaron oportunidades, se rompieron trayectorias y se condenó al exilio académico a miles de chicos y chicas que no eran hijos e hijas del PP, lo eran de familias de clase media trabajadora.

A eso hay que sumar que más de medio millón de jóvenes se tuvieron que marchar del país entre 2012 y 2017. Algunos encontraron trabajo fuera, otros no. Lo que todos dejaron atrás fue un país que les cerró las puertas. Una generación que tenía que haber sido el motor del futuro fue expulsada por la precariedad, los sueldos indignos y la falta de expectativas. Los que se quedaron no lo tuvieron mejor: contratos de miseria, sueldos por debajo del salario mínimo y sin estabilidad de ningún tipo. En esos años España con el PP no era su casa, era una trampa.

Mientras tanto, más de 400 medicamentos fueron eliminados del sistema público en el llamado “medicamentazo” de Rajoy. El Gobierno dijo que se ahorraban 450 millones. Pero ¿a qué coste? Personas mayores con pensiones mínimas comenzaron a racionar sus pastillas o directamente a dejar de tomarlas. A eso se sumó el copago farmacéutico, que convirtió la salud en un privilegio para quien pudiera pagarla. No fueron cifras: fueron abuelos que dejaron de tratarse una hipertensión, mujeres mayores que ya no podían pagar sus ansiolíticos, pacientes crónicos en situación límite. ¿Quién se responsabiliza de ese sufrimiento?

Entre 2012 y 2015, más de 400.000 personas fueron desahuciadas en España. Detrás de cada cifra hay una historia: familias enteras que perdieron su hogar, personas mayores expulsadas de la casa donde vivieron toda su vida, niños que cambiaron la mochila del colegio por una maleta de urgencia. Pero también miles y miles de jóvenes que tuvieron que volver a casa de sus padres. Mientras tanto, los bancos eran rescatados con dinero público y las grandes inmobiliarias compraban viviendas a precio de saldo. La respuesta del PP fue mínima: tardía, limitada y sin tocar los intereses de los poderosos. No hubo red, ni piedad.

Las pensiones subieron durante años apenas un 0,25 %, muy por debajo del coste de la vida. Millones de jubilados perdieron poder adquisitivo mientras ayudaban a hijos y nietos a sobrevivir. Porque durante la crisis, la pensión de los abuelos fue el colchón de emergencia de miles de familias. Mientras eso ocurría, algunos altos cargos del PP recibían sobresueldos, dietas y retribuciones complementarias, según revelaron investigaciones periodísticas y judiciales. La imagen era obscena: quienes pedían sacrificios vivían con privilegios. Y mientras, Rajoy accionaba la motosierra.

En plena oleada de recortes, España se convirtió —junto a Rumanía— en el país con mayor pobreza infantil de Europa. Uno de cada tres menores vivía en riesgo de pobreza o exclusión social. A pesar de los informes de Unicef y Eurostat, el Gobierno del PP no puso en marcha políticas eficaces para revertir la situación. La pobreza infantil no solo habla de ingresos. Habla de casas sin calefacción, de niños sin gafas, de comedores escolares como única comida decente al día. Y de un Gobierno del PP que miró hacia otro lado.

Mientras los impuestos subían para las clases medias y trabajadoras —el IVA hasta el 21 %, el IRPF en todos los tramos—, el Gobierno del PP aprobó una amnistía fiscal que permitió a grandes fortunas regularizar dinero negro pagando apenas un 3 %. Años después, el Tribunal Constitucional la tumbó, pero el daño ya estaba hecho. No solo fue una injusticia. Fue un mensaje: el esfuerzo era para unos, los privilegios para otros.

En ese contexto, el llamado “caso Montoro” arroja todavía más sombras. Un informe de la UCO apunta que varias empresas que contrataron el despacho vinculado al exministro conocieron los presupuestos generales con hasta medio año de antelación respecto al Congreso. Algunas de ellas, del sector energético, incluso habrían intervenido en la redacción de artículos que les concedían ventajas fiscales. Aunque Montoro se desvinculó formalmente del bufete al asumir el cargo, las puertas giratorias y la opacidad de sus relaciones generan un serio cuestionamiento ético.

Y si todo esto se confirma, estaríamos ante uno de los mayores escándalos de corrupción institucional de nuestra democracia. Porque no se trata solo de beneficios irregulares, sino de haber saqueado el sistema desde el poder mientras millones de personas eran abandonadas. El “caso Montoro” no es una anécdota ni un error administrativo: es la fotografía perfecta de una etapa donde unos pocos vivieron muy bien a costa del sufrimiento colectivo.

Por eso, más allá de las responsabilidades individuales, el PP debería asumir una responsabilidad histórica por el daño causado. No solo por lo que se recortó, sino por cómo y para quién se gobernó. Las secuelas siguen vivas. Y por justicia democrática, por memoria social, por decencia política, ese partido debería pasar los próximos veinte años en la oposición. Porque hay heridas que no se cierran con un eslogan. Y porque un país que olvida su historia está condenado a repetirla.

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