Dice el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, D.R.A.E., que “inolvidable” es el adjetivo que se aplica a lo “que no puede olvidarse”. Leo y oigo por todas partes que el 2020 es un año para olvidar y no puedo estar más en desacuerdo. Si no acabamos extintos en breve, que es una de las posibilidades no remotas que nos ha demostrado la Pandemia del COVID 19, multiplicada por la estupidez conspiranoica de una demasiada amplia mayoría, este es un año que debe ser recordado. Está claro que la historia lo ha inscrito entre otras fechas catastróficas más, como el Crack del 29, o el inicio de la Primera Guerra Mundial en 1914. La diferencia es que aquellos sucesos históricos mundiales, no han sido, a pesar de lo brutal y trágico, tan costosos en vidas como las que ha causado y sigue cobrándose este invisible enemigo contra nuestra especie. Cuando a principios de este año comenzaba a propagarse esta enfermedad desde Asia a todo el mundo, aunque ya se habían detectados casos en los últimos meses del año anterior, nadie pensaba que las circunstancias iban a cambiar, para siempre, nuestra manera de entender el mundo, y la forma de relacionarnos cotidianas, entre nosotros.

Nadie ha salido indemne de esta peste moderna. Quienes han tenido la suerte de no sufrirla han perdido algún ser querido o allegado, o ha padecido la frustración de proyectos, empresas, planes, etcétera. La misma cotidianeidad ha sido alterada, no sólo por los confinamientos forzosos, sino por la toma de consciencia de la precariedad misma de nuestra sociedad, de nuestras relaciones, de la pervivencia de nuestra especie. Es cierto, se ha dicho hasta la saciedad pero no por ello debe dejar de decirse, que esta crisis internacional ha sacado lo mejor de nosotros, en solidaridad, capacidad de adaptación - de las que las vacunas son una prueba- y solidaridad con los demás, de los que los sanitarios, fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, docentes, personal de limpieza, transportistas, sectores  agrícolas y ganaderos, y un largo etcétera, son un claro ejemplo. Incluso la desdibujada Europa ha conseguido ponerse de acuerdo para tomar medidas comunes, a pesar de las disonancias de una Inglaterra ya aislada de nuevo por una identidad mal entendida, y bajo las insoportables coacciones reaccionarias de países que tal vez nunca debieron pertenecer a la Unión por su falta de respeto a los Derechos Humanos como Hungría y Polonia.

En el otro lado de la balanza, los asesinos, dictadores -electos o no-, que han aprovechado la crisis para seguir perpetuando su poder en el terror, en el control de recursos, en el miedo y la violencia: Rusia, Venezuela, Nicaragua, Yemen,…Especuladores sin escrúpulos que han hecho de la necesidad vital negocio, enriqueciéndose con la subasta de respiradores, mascarillas y material sanitario. Descerebrados que han hecho de las mentiras, la desinformación y la conspiración su agosto, con figuras como los presidentes de Brasil, Bolsonaro, Reino Unido, Boris Johnson, o EEUU, Donald Trump, ya afortunadamente de salida, a la cabeza de las desinformaciones sobre el Coronavirus que ha causado mucho dolor y mucha muerte. Corrientes de pensamiento que han calado en partidos, supuestamente de gobierno, como en nuestro caso nacional con la oposición, que frente al sano y lícito ejercicio de contrapoder, han jugado a la mentira emotiva y a usar a los muertos de una enfermedad inesperada para tratar de cumplir las expectativas de poder que los ciudadanos no les dieron. Descorazonadores movimientos de los que dicen estar al servicio de los ciudadanos, y no están más que al servicio de sus propios egos e intereses personales. No. Este no es un año para olvidar. Bien lo sabemos los que hemos acompañado en la enfermedad y el dolor, e incluso enterrado, sin poder hacerlo como merecían, a familiares y amigos. No debemos olvidar porque el olvido, como la mentira, es el anestésico que nos suministran los animales venenosos antes de matarnos. Olvidar es olvidar a quienes han peleado para que nosotros sigamos vivos. Es no ser dignos de sus sacrificios. Pero por todos ellos, y los que siguen peleando para dignificar nuestra sociedad, nuestra civilización,  nuestra especie, no debemos aferrarnos tampoco al miedo ni a la tristeza. Hay que tomar las palabras de los poetas y esgrimir la esperanza como un látigo contra la falacia, y un escudo contra la necedad, que causa más muerte que los virus.  Hagámonos eco de los versos de Rubén Darío y su “Salutación del Optimista”, cuando dice “y en la caja pandórica de que tantas desgracias surgieron/ encontramos de súbito, talismánica, pura, riente,/ cual pudiera decirla en su verso Virgilio divino,/ la divina reina de luz, ¡la celeste Esperanza!”. Con esa esperanza, que debe ser una cronicidad constructiva, debemos honrar a los que nos dejaron. Ese es mi propósito, y espero que el de muchos, de año nuevo.