La palabra “alma” es, para mí, una de las más bonitas de nuestro vocabulario porque alude a la esencia profunda de las cosas. El origen etimológico de la palabra aclara mucho su significado. Proviene del “anima” latino, que significa aire, aliento, es decir, vida. Aristóteles decía que el arte es el alma secreta de las cosas, dando por hecho que todo tiene dos caras, la superficial, la externa, la material, la perceptible por los sentidos más básicos y primarios, y la otra cara, la profunda, la que no se ve pero se intuye, se siente, se percibe sutilmente por aquellos que tienen esa capacidad o esa voluntad de hacerlo. Hasta la ciencia demuestra que una parte de nuestros cerebros procesa todo lo relacionado con lo trascendente, con la conciencia, con los sentimientos y con las cosas que llamamos “del corazón”.

Sin embargo, esta preciosa palabra se ha asociado con mucha frecuencia al hecho religioso aunque, en realidad nada tienen que ver, sino todo lo contrario. La religión no es espiritualidad, bien lo decía Gandhi. Lo que llamamos espiritualidad, un concepto también asociado erróneamente en la conciencia colectiva a la religiosidad, nunca puede estar relacionado con imposiciones, con culpas, con castigos y penas, con miedos ni con mitos ni dogmas.

La religión prohíbe, impone, asusta, amenaza, castiga, se basa en leyendas míticas, en supersticiones y dogmas indemostrables o demostrables como inciertos; no acepta la crítica, anula la libertad y la voluntad de las personas, idolatra y expande el dolor y el sufrimiento. La espiritualidad, al contrario, es todo aquello que ayuda a entender, a respetar al diferente, a buscar conocerse a uno mismo y a los demás, a valorar a todos los seres que existen, a valorar como sagrado todo lo que tiene vida, a sabernos parte importante de la existencia, a analizar y cuestionar las cosas, a reconocer el derecho a la alegría y a la felicidad, y a entender que de algún modo todo es sagrado y no hay nada repudiable en las personas, sino, al contrario, como decía Walt Whitman en Hojas de Hierba, también es sagrado el cuerpo humano.

Por todo ello me quedo atónita cuando leo el discurso del pasado 25 de julio del prior del Valle de los Caídos, templo de exaltación de la dictadura franquista y vergonzosamente aún financiado con dinero público; un discurso en el que expresa ideas que parecen producto del adoctrinamiento y de una concepción totalitaria y fascista de España y, en general, de la vida. Entre otras muchas perlas dialécticas, todas relacionadas con “salvar” España y exaltar sus supuestas raíces cristianas, hubo una que me llamó enormemente la atención: atacó a “los proyectos laicistas” que pretenden “dejar a España sin alma”.

¿Qué puede saber este señor del alma cuando puede que la suya propia la tenga hipotecada? Esa idea del cristianismo como “alma de España” es una falacia atroz que induce a identificar a nuestro país con una organización religiosa que le oprime moralmente, económicamente, culturalmente y políticamente desde hace muchos siglos. El alma de España es, afortunada y felizmente, algo radicalmente diferente.

La cultura española es un mosaico enormemente rico de influencias culturales y espirituales de otros pueblos y otras culturas. Tenemos maravillosas raíces celtas, especialmente en el norte, y visigodas, musulmanas, judías, fenicias desde mucho antes de que se asentara el cristianismo en estas viejas tierras y literalmente arrasara con muchas de nuestras riquezas y culturas precedentes.

El alma de España está en esa multiplicidad de raíces, y está en la diversidad de sus culturas, y está en los poemas de Machado y de Lorca, y en el compromiso por una Educación científica y racional de Ferrer y Guardia a principios del siglo XX, o en la lucha por el mismo objetivo de los krausistas en el siglo XIX. El alma de España está en el legado literario de Cervantes, y de Lope y Calderón. En los sonetos de Quevedo, en el naturalismo que nos trajo de afuera Pardo Bazán, y en el romanticismo de Larra, quien percibía con enorme lucidez las tremendas carencias de la sociedad española. Y está en las palabras preciosas de Unamuno y de Galdós. Y está en el genio de Ramón y Cajal, y de Goya, y de Gaudí. Y está en las mujeres españolas luchadoras por los derechos de las mujeres, como Clara Campoamor o Carmen de Burgos, y en una mujer, Concepción Arenal, que tenía que disfrazarse de hombre a fines del XIX para poder pisar la Universidad y estudiar Leyes.

El alma de España está en sus maravillosos paisajes, es sus preciosas tierras y culturas diferentes que se resisten a morir. Y en sus campos de trigo, y en sus viñedos, y en sus pueblos recios y habituados a la hostilidad para poder sobrevivir. Y está en los que han luchado por el progreso y por la libertad del país en toda su historia. Y en tantos españoles emigrantes que tuvieron que marcharse y diseminarse por el mundo para poder subsistir. El alma de España fue fusilada en paredones a partir del golpe de Estado del 36; una parte del alma de España tuvo que exiliarse, y otra parte del alma de España sigue enterrada en cunetas. Que no nos confunda el señor prior, el alma de España no es lo que dice, es otra cosa.  

Coral Bravo es Doctora en Filología