Al mismo tiempo el parlamento griego debatía la aceptación o el rechazo de las condiciones del rescate de su nación que está en mal estado y que podría dejar en papel mojado todas las previsiones y en una situación dramática a la Unión Europea.

El debate en las Cortes españolas ha ofrecido más ruido que nueces. José Luis Rodríguez Zapatero, muy sentido, habló en tono y con gestos de despedida. Como si su último debate sobre el estado de la nación fuera también su última intervención parlamentaria, en contradicción con sus afirmaciones de que concluirá la legislatura.

Tanto el presidente de la nación como el líder de la oposición derrocharon retórica, de acuerdo con un esquema previsible.

El primero declamó una retahíla de las innumeras medidas adoptadas que dan sensación de dinamismo pero que encubría el hecho fundamental de que la economía española no arranca.

Los signos positivos aludidos por el presidente, básicamente la mejora del sector exterior son ciertos pero insuficientes.

La clave está en la animación de la demanda interna que activaría la inversión y el empleo y no hay confianza ni dinero para el consumo ni crédito, en el sentido concreto del préstamo y en el más genérico de confianza, para la reactivación empresarial.

Mariano Rajoy, por su parte, escondió una vez más las intenciones concretas bajo ingentes tochos de propuestas de mucha prosa y escasas precisiones. Denuncia la desconfianza en el Gobierno y proclama que él es la solución.

Trata de convencernos de que en cuanto los ciudadanos le entreguen las llaves del palacio se acabó el problema.

El presidente del PP reiteró en el Congreso de los Diputados el lema que lleva repitiendo últimamente: la vuelta a 1996.

Es un mensaje que ha calado entre mucha gente que mitifica aquella fecha como la del arranque de la prosperidad derrochada por los socialistas.

Mariano Rajoy remachó el lunes esa idea: José Luis Rodríguez Zapatero recibió la mejor herencia de Aznar y le deja a él la peor.

La visión de futuro del aspirante a gobernar es el regreso a 1996 lo que resulta chocante pero alimenta el imaginario de los sufridores de hoy.

Pero como le recordó el presidente como si entonara un bolero: 1996 no volverá. No puede ser y además  es imposible como diría el torero “Guerrita”. Y además, añado yo,  es indeseable.

No puede ser porque la tremenda crisis ha marcado un antes y un después. No es esta una crisis cíclica a cuyo ritmo de alternancia entre depresión y expansión, de vacas flacas y gordas, estamos acostumbrados.

Es un cambio radical en el que ya nada será como fue.

En esta ocasión se constata con más fuerza que en el pasado que el futuro  ya no es lo que era y que el pasado, pasado está.

No puede ser y además no debe ser pues, reconociendo los aspectos positivos de la gestión de Rodrigo Rato se inocularon entonces gérmenes nocivos que han dado lugar a funestas epidemias.

Rodríguez Zapatero definió acertadamente la política de entonces como de  baja productividad y mucho ladrillo.

Se inició entonces, en efecto, la burbuja inmobiliaria que el todavía presidente no acertó a pinchar, tal como reconoció en el debate.

También arrancó el reconocimiento del “déficit de tarifa” que nos ha llevado a una situación kafkiana, a una deuda de difícil digestión.

De aquellas lluvias llegaron los lodos que hoy nos embarran. Pero de ilusión y de sueños también se vive y en tiempos de zozobra es tentador sumergirse en la nostalgia de que cualquier tiempo pasado fue mejor.

José García Abad es periodista y analista político