La semana pasada, y como broche a la presidencia española del Consejo de la Unión Europea, el ECOFIN alcanzó un acuerdo preliminar sobre las reglas fiscales que debían sustituir a las que estaban vigentes en el marco del Pacto de Estabilidad y Crecimiento de la Unión Europea. Las reglas, que fueron reforzadas y complejizadas durante los años de la crisis financiera internacional, obtuvieron unos resultados muy pobres en términos de evitar el deterioro de las cuentas públicas y de promover el crecimiento económico de la eurozona. En aquel momento se habló de una crisis autoinflingida por las propias decisiones en pro de una austeridad procíclica -recortando impulso fiscal con una economía en recesión- que ahondaron los problemas existentes. En 2015, la Comisión Juncker propuso una cierta flexibilización de las mismas, pero sin llegar a una verdadera reforma. Y en 2020, en medio de la crisis de la pandemia, se suspendieron de manera generalizada. Desde ese momento se planteó una reforma de unas reglas que no habían sido eficaces para mantener la credibilidad de la política fiscal de la eurozona, con un alto nivel de complejidad y basada en variables no observables directamente, como el déficit estructural, lo cual significaba que se sometían a diferentes interpretaciones en función de las reglas de cálculo utilizadas, algo que ocurrió en numerosas ocasiones en los años en los que mantuvo su vigencia.

El impulso de la reforma dio lugar a numerosas propuestas de cambio, casi todas ellas dirigidas a evitar los peores problemas de las vigentes: así, se consideraba razonable pasar de un enfoque generalizado para todos los países a un enfoque individualizado que tuviera presente la realidad de cada uno de los países afectados. Se consideraba también razonable evitar los ajustes “cargados al principio” y buscar un período de ajuste más largo que permitiera cierta flexibilidad en el ritmo de ajuste. Se llegó a proponer sustituir las reglas para enfocar únicamente un marco de sostenibilidad de la deuda pública, evitando así el mantenimiento de objetivos de déficit público anuales. También se propuso que determinadas inversiones, vinculadas a la transición digital, la inversión social o la transición ecológica no contaran dentro de los criterios de contabilización del déficit público, posición a la que inicialmente se abonó España. Por su parte, los países más comprometidos con la austeridad exigían el mantenimiento de la disciplina de mercado, y aducían que los limites cuantitativos existentes -un déficit público del 3% y una deuda pública por debajo del 60%- no se podían cambiar por cuanto significarían un cambio en los tratados. Así que, partiendo de esos límites, el margen de actuación era interpretar cómo se calculaba ese déficit público y qué senda se consideraba adecuada para alcanzar dichos límites cuantitativos.

Tras meses de negociación sobre una propuesta de la Comisión, y casi al borde de la campana, los ministros de finanzas de la Unión Europea han alcanzado una solución de compromiso que mantiene objetivos cuantitativos rígidos en términos de límites de estabilidad fiscal y de reducción de la deuda pública, pero que permite cierta flexibilidad a la hora de alcanzarlos. Es un compromiso tradicional entre diferentes maneras de interpretar la eurozona, y donde la diplomacia económica ha tenido mucho que ver. Pero no esperen un cambio revolucionario: al final el Consejo es el Consejo y se impone una visión de compromiso en la que los intereses y principios de los países con mayor vocación de disciplina fiscal se imponen a los que buscaban una mayor flexibilización. En definitiva, el acuerdo habla de alargar los plazos de ajuste de 4 a 7 años, permite una reducción de la deuda pública excesiva -por encima del 60%- en mejores condiciones y permite adaptar las condiciones a las necesidades específicas de cada país, en función de su propia situación. Pero al final del todo, y en la letra pequeña, hablamos de reducciones del déficit estructural -un concepto que debería haber desaparecido de las reglas- y de mantener condiciones especiales para el gasto vinculado a los fondos europeos o a los compromisos en materia de defensa, pero con un tratamiento insatisfactorio para las inversiones verdes o en digitalización.

El proceso no ha terminado: la propuesta tiene que pasar ahora al parlamento, que tiene muy poco tiempo -hasta la convocatoria de las elecciones- para alcanzar un acuerdo que permita que la reforma avance. Es muy poco probable que esto ocurra. Mientras el proceso avanza, por su parte España deberá comenzar a adaptar sus condiciones fiscales. La ley de estabilidad presupuestaria, la primera, pues se redactó al hilo de las anteriores reglas fiscales. Pero también, y a medio plazo, tendremos que seguir haciendo un esfuerzo para mejorar la solidez de nuestras cuentas públicas. El acuerdo de gobierno del PSOE con Sumar recupera la idea de una verdadera reforma fiscal integral, que quedó aparcada en la última legislatura. La actual situación política hace difícil que se logren las mayorías parlamentarias necesarias para ponerla en marcha, pero nunca hay que perder la esperanza, aunque no haya muchas razones para el optimismo.