La semana pasada, la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal emitió un informe en el que matizaba las negativas previsiones realizadas con lasubida del Salario Mínimo Interprofesional.  En efecto, en noviembre, la AIReF vaticinó un efecto negativo en 40.000 empleos, que se dejarían de crear con la subida del SMI. Los resultados del primer trimestre de 2019 han hecho que la AiReF reconsidere sus cálculos, considerando su primera estimación como demasiado “pesimista”.

Lo cierto es que la AIReF hizo sus cálculos en noviembre utilizando valores agregados, es decir, calculando un efecto sobre todo el empleo, y ahora ha evidenciado que, utilizando esta modalidad de cálculo, los efectos sobre el empleo agregado no son tales. Es, por lo tanto, una buena noticia que la subida del SMI no esté teniendo el efecto agregado negativo que se presuponía. Sin embargo, los efectos esperados de la subida del SMI son difíciles de estimar en términos agregados en tan corto espacio de tiempo: de haberlos, es bastante probable que los efecto se concentren en un determinado sector de la población -los trabajadores menos cualificados, que no están sometidos a convenio colectivo- y a través de diferentes canales, como la reducción de horas de trabajo, o una mayor probabilidad de no renovación de los trabajadores con contratos temporales, efectos todos ellos probables y que, en última instancia, sólo pueden identificarse adecuadamente con series temporales más largas y con datos mucho más desagregados.

El caso de la rectificación de la AIReF puede ser motivo de reflexión: cuando emitieron su primera previsión, no faltaron economistas, políticos, medios de comunicación y opinadores que levantaron la voz para desacreditar la política de crecimiento del SMI utilizando esta previsión. Ahora que la AIReF ha matizado sus palabras, han sido los defensores de la subida los que han utilizado el informe para refrendar sus posiciones. De esta manera, un análisis apresurado puede dar lugar a un estado de opinión sobre una determinada medida de política económica que no se corresponde con la realidad, en un momento en el que el ruido mediático y social está muy amplificado.

La economía es cada vez más una ciencia experimental, que permite obtener resultados plausibles a través del cálculo de diferentes variables tomadas de la observación real. Los datos estadísticos, y cada vez más los datos proporcionados a través de los registros informáticos y el big data, está permitiendo una verdadera revolución en la toma en consideración de medidas de política económica. Pero como decía Niels Bohr, predecir es muy difícil, sobre todo si se trata del futuro. Las herramientas que permiten un cálculo preciso de medidas en los ámbitos microeconómicos no son buenas para entender las relaciones macroeconómicas, que se siguen basando en modelos de simulación. Y los modelos de simulación no son tan precisos como nos gustaría: un cambio pequeño en un parámetro estimado da como resultado una gran variación en una magnitud simulada a partir del mismo.

Por esto mismo, los macroeconomistas intentan ser cautelosos en la medición de los impactos de las medidas de política económica. Tarea muy difícil de ser desarrollada en un contexto de ruido mediático y de enfrentamiento sin cuartel entre políticos, periodistas y opinadores varios, que están deseando tener un dato que llevarse a la boca para poder escupírselo al gobierno o la oposición. En ese camino, se devalúa también la credibilidad de la economía como instrumento y de las instituciones que la usan para determinar los efectos de las medidas políticas.

Para recuperar el papel que tiene la economía como instrumento con vocación científica, no como oráculo o como magia negra, son muchos los compromisos que se deberían asumir. En primer lugar, los opinadores y periodistas deberían esforzarse en comprender adecuadamente los significados de las variables económicas, y no “confundir”, por ejemplo, “déficit real” con déficit estructural, buscando un impacto mediático que no solo no se corresponde con la realidad, sino que es profundamente erróneo en términos conceptuales. Si no se sabe qué significa una variable, es mejor no escribir sobre ella, o mejor aún, aprovechar la ocasión para formarse y entenderla en toda su dimensión.

Pero los economistas y las instituciones tienen también que aprender a ofrecer los resultados de sus estimaciones. Deben resistir la tentación de ofrecer datos precisos cuando los modelos sólo ofrecen rangos. Deben explicar todas las salvaguardias que recogen sus cálculos y no dejarlas en un apéndice metodológico de difícil interpretación. Deben, en definitiva, exigir al lector el rigor que se exigen a si mismos en la elaboración de sus trabajos. Quizá entonces podamos recuperar el prestigio de una disciplina que sufrió mucho con la pasada crisis y cuya utilización política, incluso de instituciones que deberían ser completamente independientes, la ha llevado al descrédito por buena parte de la ciudadanía.

Decía Paul Krugman que el reto del economista es combatir la charlatanería sin perder el rigor y siendo al mismo tiempo capaces de explicar honestamente las limitaciones de la disciplina. Es una tarea hercúlea pero absolutamente imprescindible. De lo contrario, lo que estaremos haciendo es distorsionar el conocimiento económico de la opinión pública, en vez de enriquecerla o formarla. Los esfuerzos desarrollados por algunos blogs de economía destinados al gran público, o la más reciente incorporación de los llamados “sexenios de transferencia”, que incentivan la transmisión a la sociedad de los resultados de la investigación académica, apuntan en la buena dirección. El uso del instrumental económico o de la palabrería económica -como diría el premio Nobel Paul Romer, la mathiness- para dar por buenos prejuicios ideológicos -que todos tenemos- van en la mala. En esta tensión se desarrolla hoy el debate económico, que ojalá seamos capaces de mejorar