Sigue hablándose y mucho de los relevos en los principales periódicos del país. A esto hay que sumarle los bailes en el accionariado de cadenas de televisión. En este momento de zozobra o, como diría el presidente del Gobierno, de ‘galerna económica’, todo movimiento en las cúpulas de los medios enseguida fija el foco en La Moncloa. Algo así como un Gran Hermano gubernamental que persigue modificar la estructura de todo, en este caso de los soportes informativos, para alargar aún más su sombra con el reparto de propaganda institucional. Su concesión es proporcional a la adulación en  titulares e textos.

Inmiscuirse en la línea de los medios es una tarea en la que el equipo de Mariano Rajoy lleva tiempo. No es nuevo. A nivel regional y local la historia ha sido una constante. No obstante, esta práctica orwelliana de serie B, a diferencia de lo que opinan algunos políticos, no garantiza el éxito electoral.

Hace no mucho (antes de la crisis y de que a ZP nadie de su partido le quisiera en la campaña de 2011), en una capital de provincia gobernaba un alcalde socialista cuya máxima era ‘comprar’ la voluntad de los medios de la ciudad. “Teniendo los altavoces, nos garantizamos el mensaje”. Eran los tiempos del ladrillo de oro.

El dinero corría a espuertas con destino en cantidades importantes a periódicos, radios y televisiones del lugar. El mensaje estaba claro: “Qué bien lo hace el Ayuntamiento”“¡Cómo soluciona los problemas de los vecinos!”. Pan para hoy y hambre para mañana. En las siguientes elecciones el regidor en cuestión perdió de estrepitosamente. La propaganda, si no es real, no surte el efecto. Aunque parezca mentira, los votantes no siempre actuamos como bobos.

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