La consejera de Sanidad, Fátima Matute, afirmaba recientemente en El Mundo que Madrid disfruta de “una de las mejores sanidades de España y Europa”. Es un mensaje eficaz desde el punto de vista político, pero no se sostiene en los datos públicos. La experiencia de cualquier persona que intenta conseguir una cita de Atención Primaria, una consulta hospitalaria o una prueba diagnóstica desmiente por completo esa afirmación. La realidad cotidiana contradice el relato triunfalista de la Consejería.
No se trata, como sugiere la consejera, de cuestionar a los profesionales. Son ellos quienes llevan años denunciando el deterioro del sistema. Su compromiso no está en discusión; lo que falla es un modelo político que ha tensionado su capacidad hasta límites insostenibles. La persistencia de problemas estructurales no responde a falta de dedicación, sino a la ausencia de recursos suficientes y de una planificación coherente.
Madrid no lidera la inversión sanitaria ni la dotación de recursos: encabeza los recortes. De forma sostenida, es la comunidad que menos invierte por habitante, según la mayoría de los datos publicados, entre ellos los del Ministerio de Sanidad y de la Federación de Asociaciones para la Defensa de la Sanidad Pública. Y, simultáneamente, es la región con mayor renta del país. Esa combinación, alta riqueza y bajo esfuerzo sanitario, no demuestra eficiencia, sino decisiones políticas que han debilitado progresivamente el sistema público.
La comunidad también presenta una de las menores ratios de profesionales de Atención Primaria por habitante, lo que implica que el 80% de los médicos atiende, según denuncia AMYTS, cupos de entre 70 y 80 pacientes al día. Con estas cifras, hablar de “excelencia” es ignorar la experiencia de millones de madrileños, que sufren agendas cerradas, citas retrasadas durante semanas y urgencias al límite. Las condiciones laborales y la sobrecarga asistencial explican buena parte de las movilizaciones de los últimos años.
La consejera recurre a comparaciones favorables que no se sostienen en la serie histórica. Las demoras quirúrgicas y diagnósticas superan ampliamente las de hace cinco años, y los tiempos de espera para resonancias, TAC o consultas de especialidad se han incrementado notablemente. Además, miles de pacientes quedan fuera de las listas oficiales bajo categorías como “no programables” o “pendientes de diagnóstico”, lo que distorsiona la percepción real de la demanda asistencial.
La ciudadanía conoce esta situación. Conseguir cita con un dermatólogo o un neurólogo puede tardar meses; una intervención quirúrgica supera en muchos casos el año; y las urgencias se encuentran con frecuencia saturadas. Ante este escenario, la Consejería recurre a más de 250.000 derivaciones anuales a la sanidad privada para evitar el colapso del sistema público, según datos de 2023. Desde el año siguiente, la Comunidad ha dejado de publicar las cifras de pacientes derivados, los ahora conocidos pacientes “no cápita”, tan relevantes para el CEO de Ribera Salud…
Pero derivar no implica mejorar, supone admitir que el sistema público no está pudiendo atender a su población con los medios disponibles.
En su artículo, la consejera reivindica el modelo público-privado madrileño. Sin embargo, el problema no es la colaboración en sí, sino la cesión de servicios esenciales a empresas cuyo objetivo central es maximizar beneficios. El caso del Hospital de Torrejón, gestionado por Ribera Salud, es revelador: cuando la rentabilidad se sitúa por encima del interés público, la calidad asistencial se resiente. Eso es muy distinto colaborar con entidades que reinvierten sus excedentes en mejorar el servicio y que priorizan la atención al paciente mediante mecanismos claros de control y transparencia.
Pero evita comentar las consecuencias estructurales de su modelo. Madrid destina cada vez más recursos públicos a empresas privadas en lugar de reforzar sus propios equipos. Es también la comunidad donde la población paga más de su bolsillo en seguros médicos privados y donde la sanidad privada crece más rápido. No por preferencia ciudadana, sino por la incapacidad de la sanidad pública para responder a tiempo. La llamada “libre elección” solo existe cuando todas las opciones están igualmente dotadas; de lo contrario, la elección es forzada.
La consejera afirma que la izquierda “siembra dudas” y “desprestigia” a los profesionales. Otro argumento falso. Son los propios profesionales quienes llevan años manifestándose, denunciando precariedad, sobrecarga asistencial y deterioro organizativo. Si el sistema fuera robusto, no veríamos huelgas reiteradas en Atención Primaria, centros de salud cerrando agendas a media mañana o urgencias extrahospitalarias atendidas por un solo profesional. Negar estos problemas es faltar a la ciudadanía.
También sostiene que no existen irregularidades en los hospitales concesionados porque así lo certifican auditorías internas del SERMAS o de áreas dependientes de la Consejería. Es un argumento circular: el Gobierno se audita a sí mismo. La confianza se erosiona cuando se conocen audios en los que directivos del sector concesionado anteponen el negocio a la salud de los pacientes.
La solución pasa por reforzar la Alta Inspección, aumentar la transparencia de los contratos, publicar indicadores comparativos entre hospitales públicos y concesionados y aplicar las recomendaciones del Tribunal de Cuentas. Nada de esto se está haciendo.
Un sistema público debe evaluarse por su equidad, accesibilidad, suficiencia de recursos y ausencia de ánimo de lucro. Madrid no necesita propaganda, sino reconstrucción. La sanidad madrileña tiene un potencial extraordinario. Lo que no tiene, aún, es un modelo a su altura.
Diego Cruz Torrijos