La manifestación independentista de la Diada se ha convertido en un acto reivindicativo y rutinario en el que miles de irreductibles se citan cada año para reclamar la legitimidad y la victoria del 1-O, criticar a los partidos independentistas por su inoperancia y demonizar a España. En esta edición, además, muchos manifestantes han pedido la dimisión del gobierno de la Generalitat y la ANC ha exigido a ERC y Junts que solo negocien por la independencia a cambio de desbloquear la investidura. Todo lo demás, según su presidenta, Dolors Feliu, sería “blanquear al estado español ante Europa”. Si no son valientes para defender “la independencia o nada”, la ANC aboga por la convocatoria de las elecciones autonómicas para poder presentar su lista cívica frente a estos partidos.

El termómetro de la Diada no ayudará a nadie a sacar conclusiones definitivas, salvo el de la certificación de la distancia entre los actores independentistas que tampoco es una novedad, precisamente. Ni ERC, ni Junts, ni los socialistas tienen ningún motivo para cambiar de estrategia por lo visto y oído en la manifestación independentista. Todo el mundo está donde estaba, con menos alegría y menos fuerza, pero aflorando cada vez más el sector cívico que cree que a Madrid no hay que ir a hacer nada, a menos que sea para recoger el certificado de la secesión.

La capacidad movilizadora de la ANC y Òmnium ha ido disminuyendo con el paso de los años casi al mismo ritmo en el que los partidos independentistas perdían apoyo electoral. Este declive compartido es casi lo único que une a partidos y entidades; todo lo demás son diferencias. Lo que ha aumentado es el peso parlamentario de los diputados de ERC y Junts a pesar de su pérdida de diputados. Esta circunstancia ha ido acercando las exigencias de ambos partidos para una eventual investidura de Pedro Sánchez, con la amnistía como punto central e innegociable, el referéndum en un horizonte sin concretar y con las tradicionales diferencias sobre la negociación y la unilateralidad. Las entidades cívicas del movimiento expresan muy poca confianza en el aprovechamiento de la coyuntura; no tienen tantas dudas: o independencia o bloqueo. Lo primero para la ANC, “el reconocimiento explícito del referéndum del primero de octubre de 2017”.

La ANC, de todas maneras, se resiste a aceptar su debilidad movilizadora. La Guardia Urbana fijó la participación en 115.000 asistentes (35.000 menos que el año pasado), mientras los organizadores hablaron de 800.000 personas (100.000 más que en 2022), una cantidad negada en directo por las imágenes de televisión difundidas por la propia ANC. La plaza de España de Barcelona es un espacio recurrente para las concentraciones, especialmente las festivas, y su capacidad se sitúa por debajo de las 150.000 personas. A partir de ahora, esta plaza se conocerá en la cartografía urbana del soberanismo como plaza “Primer d’Octubre”. La presidenta de la ANC ya lo dijo: “No más nombres de España ni de los opresores”.

Al margen de la magnitud de la convocatoria está claro que Junts le gana la batalla a ERC en la calle y que Carles Puigdemont obtiene algún apoyo más que Pere Aragonés del que solo se acuerdan para pedir su dimisión. Sin embargo, en ninguno en los discursos oficiales, ni tan solo en el de Lluís Llach, representante del Consell per la República, se citó a Puigdemont, al que habitualmente denominan presidente legítimo de Cataluña. Lo que si hizo Llach fue entonar un canto emocionado y casi tembloroso a la “confrontación permanente con el estado corrupto y represor” como única vía hacia la república catalana. En este punto fue ovacionado.

La amnistía de la que hablan continuamente los representantes de ERC y Junts no preocupa demasiado a los participantes de la manifestación. Había algunas pequeñas pancartas exigiéndola, pero sin ningún énfasis por parte de sus dirigentes, aunque Òmnium se desmarca en este punto de la ANC. La entidad presidida por Xavier Antich viene defendiendo desde hace tiempo una ley del olvido, no cómo objetivo final de nada, como siempre advierten, sino como primer paso de todo. La entidad incluso ha contado ya el número de beneficiados por una eventual ley de amnistía: 1.432 personas. Esta cifra incluye a 113 condenados, 387 con causa penal abierta, 880 sancionados administrativamente y los 35 condenados por el Tribunal de Cuentas. El total queda muy lejos de las 4.000 víctimas de la represión denunciadas desde hace años y no se contempla la inclusión de Laura Borràs, la ex presidente del Parlament y presidente de Junts condenada por corrupción.