El presidente de la Generalitat ha declarado a su Cataluña republicana territorio libre del Rey. Tras la abolición de la Constitución y el Estatuto, en septiembre, durante el mandato de Carles Puigdemont, su predecesor, mentor y controlador, Quim Torra ha completado el sueño de los independentistas: vivir a su aire, sin intromisiones del molesto realismo y metiendo en el mismo saco a todo el país, a partir del control de una parte.

Tras titubear unos cuantos días y contradecirse a sí mismo en el último momento, Torra decidió acudir a la inauguración de los Juegos Mediterráneos de Tarragona y compartir palco con Felipe VI por última vez. Antes, se pasó por la concentración de la ANC contra la presencia real para perjudicar un poco más su papel institucional. No habrá más invitaciones al rey por parte de la Generalitat ni presencias institucionales del gobierno catalán en los actos a los que asista el monarca en Cataluña.

El presidente de la Generalitat anunció ayer esta ruptura de relaciones con la Corona española, pero no renunció a su condición de máximo representante del Estado español en Cataluña, quizás por considerar que el Estatuto ya no rige, a pesar de haber aceptado su investidura de presidente en base a dicha ley orgánica, haciendo caso expreso al Tribunal Constitucional y olvidando la promesa de la restitución de Puigdemont. Esta nueva filigrana bordea el absurdo institucional pero ha causado una grata impresión entre los residentes en la autonomía republicana presidida por Torra.

El independentismo ha elegido al Rey como objetivo político de su estrategia de gesticulación simbólica, abandonando, momentáneamente, el enfrentamiento frontal con el gobierno de Sánchez, a la espera de novedades. La intervención real del 3 de octubre, expresando su decisión de defender la unidad de España y de la Constitución a toda costa, evitando cualquier referencia a la dureza policial del 1-O, es la piedra angular del relato de la insensibilidad del jefe del estado respecto de los catalanes. La argumentación del soberanismo dice así: aquella noche, el monarca se puso en contra de Cataluña, y desde aquel día, el país “vive en un momento de gravísima excepcionalidad”.

Este relato de la artificialidad oficial no contempla en ningún caso el golpe a la legalidad propinado el 6-7 de septiembre por la mayoría independentista, ni las subsiguientes prohibiciones constitucionales; se completa, eso sí,  con la existencia de una república proclamada, siguiendo el mandato del 1-O y la voluntad de desplegarla de forma pacífica y negociada con el estado, según se decía en la carta enviada hace unos días a la casa real, oportunamente desviada a la Moncloa.

Dicha carta, firmada por Torra, Puigdemont y Artur Mas, es el paradigma del medio país recreado por el gobierno independentista. Al firmarla un presidente y dos expresidentes, todos independentistas, obviando las firmas del resto de ex presidentes de la Generalitat, reafirmaban la existencia de una supuesta legitimidad sobrevenida a las instituciones históricas de Catalunya recuperadas antes de la Constitución.

Quim Torra se ha instalado plenamente en la nube republicana, con un ojo pendiente de Puigdemont y con el otro atento a sus socios de gobierno de ERC y PDeCAT. Y ha creído encontrar en el ataque a la figura del rey el punto de equilibrio entre la gesticulación gratuita y la oferta de negociación al nuevo gobierno del PSOE. Aspira al aplauso de los hooligans y confía en la resignación de quienes quieren mantener abierta la relación con Pedro Sánchez, tal vez especulando con la existencia de matices entre la presidencia y la Casa Real en la cuestión catalana.

Esta hipotética brecha entre Moncloa y Zarzuela fue cerrada ayer sin mayor solemnidad por la portavoz del gobierno, Isabel Celaá, al afirmar que el rey no debe reflexionar sobre su discurso televisado de otoño porque, en su opinión, actuó correctamente. De otra parte, la Constitución impide al monarca mantener posiciones políticas no avaladas por el gobierno de turno, de ahí que el responsable político del discurso del 3-O fuera el gobierno Rajoy.

El supuesto papel de la Corona como protectora de la pluralidad de España no alcanza a la defensa de la plurinacionalidad. Para acercarnos al Reino Unido de España también debería reformarse la Constitución; pero esta eventualidad es un imposible a juicio del independentismo, que ve mucho más fácil ponerse a vivir en una república catalana imaginaria.