La ratificación del Tribunal Supremo de la sentencia del TSJC que impone un 25% de horas lectivas en castellano hace tambalear el más relevante de los pocos consensos de la política catalana que han superado el ciclón del Procés, la inmersión lingüística, establecido en 1983 y ratificado en 2009 por la vigente ley de Educación de Cataluña. Tal vez el último. La intervención de la justicia es una respuesta a la insistencia de un número ínfimo de familias en reclamar una mayor presencia del castellano en la escuela y el resultado de la ceguera de los sucesivos gobiernos de la Generalitat y de los partidos de este consenso (independentistas, socialistas y comunes) en obviar las sucesivas advertencias judiciales reclamando la flexibilización de la inmersión.

La primera reacción del gobierno de Pere Aragonés ha sido la de anunciar su intención de desobedecer la sentencia firme del TSJC e informar a las escuelas de que no deben modificar sus planes. Esta posición inicial más bien parece destinada a ganar tiempo para ver cómo y quién hace el seguimiento de la implantación este porcentaje de castellano, esperando que el gobierno central no vaya más allá de las declaraciones sobre el obligatorio cumplimiento de la sentencia y confiando en dar con alguna fórmula que permita salvar el concepto clave de la inmersión que no es tanto el porcentaje de utilización de catalán o castellano si no el reconocimiento del catalán como lengua vehicular de la escuela.

El PSC fue el primero de los partidos integrantes del consenso de 1983 y 2009 en abrir las puertas a una flexibilización de la inmersión en beneficio del castellano y de una tercera lengua. Sin embargo, la voluntad de los partidos independentistas de aislar a los socialistas en el contexto de la división en bloques instituida por el Procés se impuso a la inevitable reflexión sobre la vigencia y la adecuación del consenso lingüístico. Ahora mismo, este es la principal dificultad para estudiar una respuesta práctica a la sentencia para consolidar la inmersión: salvar la continuidad del PSC en el pacto fundacional sabiendo que los socialistas no aceptarán otra vía que acatar la sentencia. La disyuntiva es pues priorizar el consenso o explotar la tensión lingüística. Las consecuencias políticas y sociales de esta decisión son ahora mismo imprevisibles.

El carácter vehicular del catalán se considera blindado por la última ley orgánica de educación, la ley Celáa, que eliminó el reconocimiento que hacia la ley Wert del castellano como lengua vehicular también en Cataluña (y en todas las CCAA) y por la propia ley de Educación aprobada por el Parlament en 2009 con los votos de PSC, ERC y CDC y con la abstención de IC, partido que formaba parte del gobierno de izquierdas que impulsó la ley y que se abstuvo, no por la inmersión, sino por su rechazo a la subvención de la escuela concertada. La ley catalana supuso la adecuación del modelo en función del Estatut de 2006, y como sucedió con este estatuto, también acabó en el Tribunal Constitucional a iniciativa del PP y salió con algunas modificaciones menores, ninguna de las cuales afectaba al modelo lingüístico ni a la competencia exclusiva de la Generalitat para establecer dicho modelo.

La sentencia del 25% supondrá en general doblar la presencia del castellano en las aulas y, de entrada, chocará con la autonomía de los centros para aplicar el criterio propio de flexibilización del grado de inmersión para asegurar el arraigo de la escuela en su entorno, tal y como les atribuye el artículo 44.2 del Estatut. Se puede prever una ola de resistencias locales a la fijación del 25% para salvaguardar el castellano en el interior de las clases, aunque no hará falta aplicarlo durante el recreo cuando el castellano se impone solo. No se puede descartar tampoco un aluvión de estudios científicos y académicos combatiendo el desconocido fundamento del 25% como porcentaje idóneo, que resulta poco para los que quisieran un 50% y demasiado para los que pudieran aceptar un 15%.

Al margen de las dificultades para hacer cumplir este porcentaje exacto y de la frivolidad inicial de apostar por la desobediencia, lo que pone en evidencia esta sentencia es la necesidad de rehacer el consenso originario sobre la inmersión y sobre la intensidad de la misma cuarenta años después de haber sido establecida por el gobierno de Jordi Pujol. La inmersión se aprobó a instancias de socialistas y comunistas para evitar la apuesta (con la que flirteó el pujolismo) por un modelo educativo que segregara las escuelas en dos líneas marcadas por el uso del catalán o el castellano. Durante años, sucesivas sentencias puntuales venían advirtiendo de la necesidad de adecuar el proyecto inicial a la evolución socio lingüística de Cataluña, una vez asegurada la pervivencia del catalán y del bilingüismo gracias justamente a la inmersión.

Esta urgencia se recoge con palabras diferentes pero con el mismo sentido en el artículo 35.2 del Estatut, en la ley de educación catalana y en la Lomloe de 2020: garantizar que todos los alumnos obtengan la suficiencia de conocimientos en catalán y en castellano, sea cual sea su lengua habitual. Pero estas intenciones no se materializaron y así se ha llegado a la judicialización definitiva y a la polémica más peligrosa para la convivencia, tal vez más que el mismísimo Procés.