La determinación de los partidos independentistas catalanes en organizar el 1 de octubre un referéndum sobre la independencia de Cataluña y la respuesta del Estado español intentando evitarlo están trayendo consecuencias graves para todo nuestro sistema democrático. La situación es enormemente compleja.

Si yo viviera en Cataluña, no tengo duda de que estaría personalmente en contra de muchas decisiones de la mayoría parlamentaria independentista, que me parece que lesionan derechos ciudadanos. Sin embargo, como vivo en Andalucía, lo que me indigna cotidianamente es la reacción de los poderes estatales españoles: para proteger la Constitución parece que no les importa saltarse la democracia. Lo cierto es que en Cataluña hay un problema social. En España, sin embargo, no lo había. Pero lo están creando.

En Cataluña hay un problema: una sociedad partida por la mitad en el tema de la independencia. Es un problema; porque el derecho a la autodeterminación no puede ejercerse, de ningún modo, contra la mitad del país que quiera independizarse. Eso está provocando enormes problemas en Cataluña. Ambos grupos de población se sienten amenazados. Quienes apuestan por llevar a cabo unilateralmente un referéndum el 1 de octubre cuentan con una escasísima mayoría parlamentaria. Dieron un paso arriesgado al saltarse todos los procedimientos y los derechos de la minoría para aprobar una convocatoria de referéndum que nació, por eso mismo, sin la mínima legitimidad democrática. La ley de transitoriedad que aprobaron del mismo modo establece un modelo de estructura para un supuesto Estado catalán que no tiene nada de democrático, ni separación de poderes, y sí mucho de totalitario. La situación interna en Cataluña, por tanto, es preocupante y la inquietud de quienes no apoyan el procés independentista tiene fundamento. El referéndum del 1 de octubre no tiene garantías, ni puede tener consecuencias jurídicas. Y sin embargo, todo esto no justifica la reacción del Estado español.

La actuación de las instituciones españolas frente al deseo catalán de más autogobierno lleva mucho tiempo siendo poco democrática. La democracia implica el respeto a las formas y al derecho, pero es algo más. El Tribunal Constitucional anuló en 2010 el Estatuto de Autonomía que había aprobado en referéndum con todas las garantías y requisitos formales la ciudadanía catalana. Ahí, el Tribunal Constitucional siguió los procedimientos legales establecidos, pero no significa que adoptara la decisión más democrática posible. Cuando el Parlamento cambió el Código Penal para convertir en delito la convocatoria de referéndum ilegales, no adoptó la decisión más democrática, aunque siguiera los procedimientos pertinentes. Lo mismo puede decirse de la famosa ley mordaza. Mucho más allá, las decisiones del gobierno y las de algunos jueces tomadas estos días son terriblemente antidemocráticas y resultan cualitativamente diferentes; lesionan las libertades fundamentales. En su empeño por neutralizar lo que se ha venido en denominar el “desafío soberanista” están tomando medidas que no son propias de ningún Estado democrático.

La serie de disparates jurídicos es larga. La fiscalía, que -no se olvide-  no goza de la independencia del poder judicial y depende del ejecutivo, ha imputado a la inmensa mayoría de los alcaldes catalanes y les ha ordenado que no cedan locales para el referéndum. Los amenaza de que si lo hacen cometerían un delito, como si correspondiera a los fiscales decidir qué es y qué no un delito. El Tribunal Constitucional ha aceptado sin más que cualquier acto o debate político en favor de la autodeterminación desobedece una Sentencia en la que no se prohibían esos debates. Para terminar de humillarlo, el Gobierno (en medio de la crítica de juristas de toda Europa) ha añadido una nueva competencia del TC que le permitirle sancionar a políticos, y lo está obligando a usarla. Lo último: un juez muy poco respetuoso de la libertad individual que investigaba a instancias de VOX el uso ilegítimo de datos personales y fondos por parte de la Generalitat ha utilizado ese procedimiento (en el que investiga un delito) para adoptar medidas preventivas destinadas a intentar evitar que se celebre un referéndum. Todo, un despropósito.

Pero, más allá de que estas decisiones y reacciones se hayan adoptado de manera formalmente correctas, lo terriblemente grave es su contenido. De hecho, que el referéndum sea ilegal implica que no tiene efectos, pero no necesariamente que esté prohibido realizarlo. Una cosa es que no se considere legalmente como auténtico referéndum y otra que se prohíba el acto físico de votar: la obsesión por evitar que unas personas depositen papeles en unas urnas es política, no jurídica. Para evitar esa manifestación puramente política, el Estado está tomando medidas propias de un Estado totalitario. Se están persiguiendo ideas. Se prohíbe debatir sobre el referéndum en locales municipales (que lo haga un juez de Madrid, no significa que sea democrático). Se incautan carteles de propaganda. Se allanan (con orden judicial) redacciones de periódicos. Se interceptan envíos postales. Se entra en la sede de partidos políticos con representación parlamentaria buscando manifestaciones ideológicas. Se confiscan carteles políticos y brochas. Se detiene desproporcionadamente a técnicos y políticos que colaboran en la organización del referéndum, sin que al parecer importe demasiado que la Constitución reserve la detención para casos extremos que no se dan.

Todo eso es antidemocrático. No quiero vivir en un país en el que se prohíban debates, o carteles políticos. No quiero vivir en un país en el que la policía examina las cartas en correos intentando leer su contenido, o entre en los medios de comunicación para evitar que se informe de nada. Me da igual que esas medidas las adopte un juez o un fiscal. Ése no es mi país. En mi tierra, los que verdad están rompiendo España son quienes apoyan que contra la independencia vale todo.

La Constitución tiene valor tan sólo como instrumento para la democracia. Defender la Constitución tiene sentido si es para defender un sistema de valores democráticos. Pero no para defender un territorio. Esa no es, ni puede ser, la lucha de ningún demócrata. Si mantenemos la Constitución pero la vaciamos de su contenido democrático al final habremos perdido mucho. La reacción antidemocrática del Estado está abriendo una brecha que va a costar trabajo cerrar.