La solidaridad con las víctimas de los atentados de Barcelona y Cambrils por parte de los políticos y las instituciones dio lo justo de si para salvar la conmemoración oficial del 17A, convocada por el Ayuntamiento de Barcelona que consiguió que el resto de los invitados cumplieran con lo pactado. El Rey estuvo presente sin incidentes, arropado por el gobierno central, la Generalitat compareció sin alardes y la asistencia popular fue la mínima requerida para evitar un acto deslucido, que en el mejor de los casos puede calificarse de sobrio.

Por unas horas, todo permaneció en suspenso, aguantado con pinzas, muy propio de un país instalado desde hace muchos meses en el reino de provisionalidad. La compostura política fue aparentemente exquisita porque se mantuvieron unos al margen de otros; el respeto al dolor de los familiares que debían ser los únicos protagonistas estuvo permanentemente en vilo por la presencia de un grupo de monárquicos con ganas de vitorear al rey y por la llegada de la manifestación de los contrarios a la presencia del monarca. Al final toparon, sin mayores consecuencias.

Los atentados yihadistas del 17A siguen provocando controversia entre independentistas y constitucionalistas. Los primeros, están muy interesados en pedir que se investiguen las supuestas relaciones del imán de Ripoll con los servicios secretos españoles; los segundos, querrían que se aclarara definitivamente el contenido de la información supuestamente facilitada por los servicios secretos norteamericanos a los Mossos. El caso es no ponerse de acuerdo en una investigación global e independiente y mantener vivas las sospechas cruzadas, como si del resultado de cada una de estas hipótesis fuera a depender la suerte política de sus respectivas causas.

El primer aniversario de la tragedia del 17A ha sido un paréntesis forzado en parte por la insistencia de Ada Colau en asumir la iniciativa para superar el boicot anunciado (y retirado) a la presencia de Felipe VI por parte de Quim Torra y las dos grandes entidades soberanistas. Pasadas las escasas horas de contención verbal, cada uno volverá a lo suyo, a su provisionalidad particular.

La derecha constitucionalista está velando sus estrategias municipales, condicionadas radicalmente por el silencio de Manuel Valls, candidato in pectore de una plataforma todavía por presentar con el apoyo de Ciudadanos. Los socialistas se releen las encuestas, pensando en unas elecciones previas a las municipales para capitalizar el efecto Pedro Sánchez. Los Comunes, por su parte, intuyen que su momento político puede llegar en otoño en cuanto ERC vea peligrar los presupuestos autonómicos e intente evitar el avance electoral deseado por Puigdemont-Torra, en la esperanza que aquella sea la primera de las colaboraciones posibles entre la izquierda.

En el ámbito independentista, se está trabando a destajo en la creación de un triángulo de bases de poder desigual, resultado directo de los desencuentros entre ERC y PDeCAT-Puigdemont. Un vértice está ubicado en el barrio residencial de Waterloo, con el expresidente Puigdemont intentando convertirse en líder único del movimiento; el otro, en la cárcel de LLedoners, desde el que oficia Oriol Junqueras, creando una alternativa pluralista al legitimismo; y el tercero, en el Palau de la Generalitat, en el que sobreviven formalmente Quim Torra y su gobierno de coalición, victimas del alejamiento de los dos primeros vértices.