Es posible que en estos momentos muchos estudiosos y analistas de la gestión pública de toda España estén ante un teclado para animar a los altos decisores políticos de todos los territorios del país, a que encaren, al comienzo de un nuevo ciclo político y de gestión, ese permanente reto de afrontar una reforma de las estructuras, las dinámicas y la cultura de las Administraciones de todos y cada uno de los territorios de nuestro país.  Y ello porque, incluso en aquellos territorios que se ha mantenido un cierto pulso reformador, y que cuentan con académicos y gestores de primer nivel, todos somos conscientes de que los diseños institucionales y los modos de funcionar de nuestras Administraciones, siguen siendo más propios de principios del siglo XX que del XXI, y de que, mientras que estamos hablando de la cuarta revolución industrial, aun tenemos pendiente la primera en esta parte del sector público. Porque, en general, los buenos ejemplos de países e instituciones europeas han influido muy poco en nuestra manera de hacer, según señalan informes y estudios de diferentes universidades y organismos.

Muchos decisores, de alto nivel – legisladores, miembros de los equipos de gobierno… - y de nivel medio – responsables de relevantes áreas de gestión, de los principales centros prestadores de servicios…-,  vienen diciendo que mientras que la Administración General del Estado (AGE) no mueva ficha, no toca emprender un cambio profundo. (Ese posicionamiento, curiosamente, lo comparten tanto quienes son amigos de hacer seguidismo de los organismos administrativos centrales,  como quienes defienden el mayor grado de autonomía posible.) Pero hay que señalar que, incluso cuando la AGE se ha movido, aunque fuera un poco, como con el último, insuficiente y deslavazado intento del plan CORA,  en muchos territorios siguió sin moverse nada.

Es bueno decir que, en determinados ámbitos de gestión, algunos de ellos muy relevantes, como la Sanidad y la Educación - aun con déficits también importantes, pero generalmente vinculados a una insuficiente financiación -, sí que se ha conseguido una cultura organizativa y gerencial importante, y que hay servicios y unidades de otros ámbitos que han hechos suyos planteamientos de profesionalización, transparencia, digitalización,… y que han sido capaces de actualizarse y de ser más eficientes, sin perder de vista los intereses de la ciudadanía. Paradójicamente, estas luces suelen utilizarse más para facilitar argumentos a los más conservadores para seguir sin cambiar nada en las zonas de sombra que para movilizar, por imitación, el cambio que necesitamos. Y permitir explicaciones de los errores, que tal vez pudieran haber servido para relatar el pasado, pero que son claramente insuficientes para diseñar el futuro.

Planes de modernización, a mediados de los 90, o de Calidad, en la década pasada, en general, se disolvieron como un azucarillo en agua templada en un contexto cultural contrario a la planificación, la evaluación, el cambio…

Hemos aprendido en este tiempo y en todos los territorios que, o las personas que se sitúan al frente de las instituciones tienen, cuando llegan a ellas, o las adquieren al poco tiempo, fuertes convicciones gerenciales, notables competencias directivas, o no hay leyes, ni buenas prácticas externas, que sean capaces de movilizar a quienes han de garantizar que las políticas públicas llegan a buen puerto.

Es cierto que a pesar del bajo tono transformador, salvo excepciones contadas, y anécdotas varias, los avisadores de emergencia aun no lucen. Están encendidos algunos pilotos pero entre quienes toman decisiones hay consenso en que no hace falta que el barco vaya a astilleros y se someta a una buena reforma. A veces porque no se sabe qué es lo que indica aquel piloto que se ha encendido tantas veces…

En un escenario de incertidumbre como el que ya estamos viviendo y con retos monumentales como el cambio climático y formidables como la digitalización, la robotización, etc. no bastará sólo con aprender a conjugar los verbos transitar y transformar. La transición ecológica a nivel de territorio y la transformación digital a nivel de servicios públicos solo serán posibles con los mejores a bordo. Con los mejores políticos y con los mejores empleados públicos, cada uno a su aparejo, pero todos atentos al mismo rumbo.

No nos bastará con captar a personas con buena memoria, capaces de aprender 200 temas y decirlos sin pestañear – ¿en la época de google? - si no que necesitaremos que tengan talento y valores, que sepan trabajar en equipo, habilidades tecnológicas… y para ello no nos sirve uno de los más antiguos sistemas de selección de empleados públicos de occidente. (Claro que tenemos gente con talento, pero no gracias a nuestros sistemas de selección.)

No nos bastará con retribuir más, sino que, entre otras cosas, tendremos que aprender a retribuir mejor, devolviendo la idea de variabilidad inicial a los complementos que ahora se consolidan para siempre, en función del nivel o de la antigüedad, o de ambas, se haga lo que se haga – cuanto, cómo…- cada cual, e incluyendo nuevos procesos de evaluación del desempeño. (Claro que hay que mantener una retribución actualizada, especialmente en los puestos más bajos y al tiempo en los especializados más alejados de la media del sector privado, pero con criterio.)

No nos bastará con formar bien en competencias directivas a los empleados públicos que ya están dirigiendo las organizaciones, sino vincular su capacidad demostrada – formación certificada, evaluación…- a  su permanencia. (Claro que es imprescindible formar bien a los directivos, pero luego hay que ligar el aprendizaje a la continuidad en el puesto).

No nos bastará ser escrupulosos en el cumplimiento de  los procesos y hacer lo de toda la vida, sino que tendremos que acostumbrarnos a innovar, a repensar soluciones entre todos, a co crearlas, a ensayarlas, a prototipar buscando el valor público. (Claro que hay que cumplir los protocolos – cuando se conocen o se han descrito – pero hay que estar atentos a que no se escleroticen y sigamos sin aceptar firmas digitales, retorciendo la normativa de contratación, etc.)

No nos bastará con dibujar bonitos organigramas con la misma lógica decimonónica de la AGE, con sus consellerías, cada una con sus secretarías generales y sus respectivos departamentos de asuntos jurídicos, etc. perfectamente aislados de las otras 10, 11 ó 12 unidades similares que hacen lo mismo: gestión de personas, contratación, asuntos jurídicos... (Claro que ha de haber una estructura pero, ¿no podemos profundizar en estrategias u organismos trasversales de cooperación como el Comité de Gerencia que se creó en su momento en el Govern de les Illes Balears? ¿Es imposible inspirarse en ensayos como “Reinventar las organizaciones“ de Frederic Laloux?)

No nos bastará con hablar de gobernanza y de colaboración público privada sino que tendremos que hacerla, porque sin la sociedad civil, el tercer sector, las medianas y grandes compañías, los empresarios de todo sector, los gobiernos serán incapaces de alcanzar los resultados esperados y sostenibles. (Claro que la legitimación democrática la tienen los legisladores y los gobiernos pero fuera hay, además de la ciudadanía a la que servir y escuchar, una pujante iniciativa a la que dar espacios de participación real.)

No nos bastará con tener políticos ejemplares, desde el punto de vista de la conducta ética, sino que deberán saber escoger a sus colaboradores directos para que estos, empoderados y desde la profesionalización, les permitan tener y dedicar más tiempo para hacer política: analizar, estudiar las mejores soluciones, defenderlas, definir las políticas públicas, explicarlas,  impulsar su implementación y evaluación - lo más externa e independientemente posible - y rendir cuentas. (Claro que tenemos a unas personas dedicadas a la política entregadas en cuerpo y alma, con agendas imposibles, y sin conciliación de ningún tipo, pero además han de conseguir lograr disminuir ese rechazo ciudadano que aparece en los barómetros del CIS: en el último, del mes de julio, se sigue situando como tercer problema de los españoles a “los políticos en general, los partidos políticos y la política”, con un 38,1 – fíjense en que “la vivienda“ nos preocupa un 3,2…-, y para ello tienen que confiar mucho más en sus colaboradores más inmediatos y en los directivos públicos profesionales.)

En Illes Balears tenemos, gracias al impulso del  Govern de Francesc Antich, de la mano del conseller Moragues,  uno de los marcos de transformación de la gestión más completos, el que proporciona la ley 4/2011 de Buena Administración y Buen Gobierno, lista para que alguien la desarrolle en materia de integridad, de mejora de la gestión, evaluación de organizaciones y de políticas públicas… Sólo faltaría una ley de función pública tan innovadora como aquella en el ámbito de la gestión que, además de que facilite o establezca soluciones para conseguir  todo lo dicho, aborde la gestión del conocimiento y la renovación de los perfiles en los procesos de sustitución por el envejecimiento de las plantillas, una ocasión que se está percibiendo como amenaza. Casi todos los países avanzados vienen ensayando soluciones y muchos de los retos apuntados – la selección, la promoción…- los tienen, o resueltos, o bien encarrilados. Los ejemplos están ahí. La tarea es ardua pero no imposible.

Fernando Monar es miembro de la Asociación para la Dirección Pública Profesional @AsocDPP

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