Uno de los chistes políticamente incorrectos más frecuentados por mi altocargo es el del padre que acompaña a la niña al ginecólogo para averiguar la causa de su melancolía. El médico le recomienda un coito diario como receta para su cura. En la consulta hay un enfermero buen mozo que puede iniciar el tratamiento allí mismo, detrás de una mampara. Cuando los gemidos de la hija inundan la habitación, el padre le comenta en tono de complicidad al facultativo: menos mal que usted y yo sabemos lo que es un coito, que si no mismamente se la estaría follando.

La ejecución política de Cifuentes a manos de sus correligionarios ha creado una ola expansiva de compasión editorial. Incluso mi altocargo, poco dado a remilgos con la corrupción de verdad, la de robar, la de Bárcenas, ha recurrido nada manos que a Sartre y a su nausea: el infierno son los otros.

Esa izquierda moralista (epater les bourgeois) y radical que no se perdona una mota de mugre en el currículo se ha vaciado en comprensión emocional hacia la pija Cifuentes, la pobre, oveja entre los lobos, y ha lanzado dentelladas contra el periodismo de cloaca como si fuera una novedad. El periodismo de cloaca habita entre nosotros desde que los medios se convirtieron en terminales de los partidos o, casi mejor, los partidos políticos en terminales de los medios, ciencia de la que Pablo Iglesias (el de ahora, claro) es uno de los más conspicuos especialistas.

Una y su espíritu de contradicción tiende a ser mucho menos piadosa con el sufrimiento de la señora Cifuentes y sus deplorables comportamientos políticos y privados. Una (es decir yo) tiende más bien a creer que Madrid es un estercolero desde que el aznarato, la causa de la causa, diera rienda suelta a las ambiciones comisionistas de los territorios urbanizables.

Y como todo era urbanizable, se urbanizó la política. Hasta el punto de que el éxito político de la otra pija cum laude, la señora Aguirre, se cimentó sobre la basura del “tamayazo”, rápidamente amortizado por el periodismo de cloaca. Todo lo que vino después hasta el día del vídeo de Cifuentes  ha sido un largo tramo de concentración de chorizos de alta gama forrándose a costa de la (en el mejor de los casos) ceguera comprensiva de Aguirre.

Cifuentes nace y crece políticamente en ese basurero y ha pagado, con justo merecimiento, su paranoide pretensión de mostrarse ante el mundo como la virtuosa presidenta que aparece de la nada sin ligazón umbilical con los trileros del Partido Popular que se robaron Madrid para hacerse millonarios. 

Y si, como abundan las encuestas, el fin de Cifuentes es el principio del fin de Rajoy, digamos que se lo ha ganado a pulso con ese insufrible laissez passer que adorna toda su carrera política y que le llevó a estar dos meses mirando para otro lado con el ponzoñoso asunto del máster y la patética resistencia de Cifuentes a dimitir. Ha tenido que llegar la palabra firme de Emilio Lledó y su ejemplar negativa a ser condecorado por un Gobierno corrupto para centrar el debate.

Con lo de los botes de crema aparecidos sin pagar en el bolso de Cifuentes y el vídeo matador, me pasó lo mismo que al padre de la muchacha que sabía lo que era un coito. Porque los que hemos estudiado sabemos lo que es la cleptomanía, que si no mismamente diría que los botes los estaba robando.