En España, la corrupción ha dejado de ser una anomalía ocasional para convertirse en una rémora institucional que lastra la credibilidad del sistema democrático y erosiona la confianza ciudadana. Según el último Índice de Percepción de la Corrupción (CPI) de Transparencia Internacional, España ha perdido cuatro puntos en 2024 y ha descendido al puesto 46 en el ranking mundial (de 180 países), una caída de diez posiciones que la sitúa al nivel de países como República Checa o Chipre. Este retroceso pone en evidencia el deterioro de los mecanismos de control y prevención, especialmente en el marco de decisiones tomadas por formaciones políticas en el poder.
Los partidos con mayor representación en España, como el PP y el PSOE, cargan con una larga trayectoria de casos que han sacudido tanto el ámbito nacional como el autonómico y local. El Partido Popular arrastra escándalos emblemáticos como la “Caja B”, Gürtel, Lezo o los papeles de Bárcenas —un episodio en el que se documentó la desaparición intencionada de discos duros en Génova—, aunque en varios casos la justicia los ha absuelto, alegando protocolos internos aplicados correctamente. Por su parte, el PSOE tampoco sale indemne: el reciente “caso Koldo” vinculado a contratos durante la pandemia o el llamado “Mediador” —que implica compra de votos en Canarias a cambio de empleo o favores— son ejemplos actuales de esta problemática.
Vox no ha quedado exento de su propio historial de opacidad financiera. En abril de 2025, el Tribunal de Cuentas impuso una multa de 862 496 € por “infracción muy grave”, al detectar ingresos en efectivo no identificados durante 2018–2020 —más de 330 000 € procedentes de cajeros y mesas informativas— que el órgano consideró donaciones anónimas prohibidas por ley. Previamente, en 2024, ya había sido sancionado por 233 324 € por utilizar fondos irregulares para financiar litigios judiciales.
Aunque la Fiscalía Anticorrupción abrió diligencias -el llamado “Caso Huchas”-, acabó archivando la investigación penal en junio, dado que estos hechos ya habían sido sancionados administrativamente, y porque el préstamo de 6,5 millones de un banco húngaro había sido amortizado sin constituir una donación ilegal.
La reciente oleada de escándalos ha forzado al PSOE a activar un paquete de reformas anticorrupción en respuesta a sus socios de coalición, insatisfechos con simples disculpas. En el Congreso de CCOO, la vicepresidenta María Jesús Montero subrayó que “pedir perdón no basta” y avanzó medidas como la ampliación de auditorías, regulaciones más severas para adjudicaciones públicas y la prohibición explícita de pactos con empresas implicadas en fraudes. Sin embargo, las formaciones de la investidura —Sumar, Podemos, BNG y ERC— mantienen el pulso y exigen una agencia anticorrupción independiente, cambios en el régimen de aforamientos y el desmantelamiento de puertas giratorias, acusando al PSOE de “trivializar” el caso de Santos Cerdán.
A nivel internacional, organismos como el GRECO y el Consejo de Europa han alertado del escaso avance de España en la implementación de recomendaciones estructurales. A pesar de haber establecido el SIAGE (sistema de integridad estatal), aún persisten deficiencias graves: falta transparencia en asesorías políticas, politización del CGPJ y la Fiscalía, y ausencia de controles rigurosos sobre lobistas y aforados. Expertos coinciden en que, sin una estrategia integral —combinando prevención real, sanciones efectivas y una autoridad de control sólida—, el país seguirá estancado en una espiral de fraude político con consecuencias cruzadas entre partidos, donde las denuncias se transforman en estrategia electoral más que en cambios reales.
Aunque la preocupación ciudadana por la corrupción ha descendido en los barómetros —situándose ya en el puesto 13 entre los principales problemas del país, por debajo de cuestiones como la vivienda, la sanidad o la inmigración—, esto no implica que el mal haya sido superado. Lo que sí ha cambiado es el umbral de tolerancia: el ruido de los escándalos se ha normalizado, la judicialización de la política ha enturbiado el debate, y muchos votantes parecen haber asumido que la corrupción es estructural, no coyuntural. En ese clima, los partidos siguen arrojándose reproches cruzados sin que ello derive en reformas profundas o en mecanismos de control realmente autónomos. Pero la desafección avanza. Y mientras el descrédito se reparte entre siglas, queda en el aire una pregunta clave que invitamos a responder a continuación: ¿qué partido en España consideras más corrupto?
