Suele ocurrir que cuando los pilares de nuesra civilización se resquebrajan, disfrazemos de eclecticismo cultural y de modernidad y apertura lo que son muestras de claudicación culposa de nuestros principios. Así, esta ola de orientalidad que nos embarga según la cual todo lo que viene de oriente y tiene el marchamo de lo milenario supera ampliamene nuestras creencias y las pautas de nuesro comportamiento cotidiano. Así, el yoga, el tasi-chí o el chi-kún se están convirtiendo en las maneras como nos desperezamos quienes hasta hace poco jamás hicimos ejercicios matinales espabilatorios desde que la gimnasia sueca, primero nos escandiló, con aquellos tensores de caucho sobrehilado que cuando se pasaban de rosca, terminaban soltándose e impactando dolorosísimamente en alguna de nuestras más sensibles partes corporales, y luego cayó en desuso entre nostros ahora no sé si por aquello de la frialdad germánico finesa y prusiana de sus ejecutores y de la moda, distante y próxima a la vez, que se cernió sobre nostros a través de la filmografía de Igmar Bergman en general y dl El Manantial de la Doncella en particular, obra emblemática de nuestra juventud cinéfila en los cine-clubs que aún no alcanzo a saber por qué estaban casi siempre patrocinados por los jesuitas, como el Cine Club Vida, en la sevillana calle Trajano, siempre regentado, no sé si por oposición o por designación divina o papal por Alfonso Eduardo Pérez Orozco. En el Manantial había una secuencia (no recuerdo si anterior o psterior a la de la violación de la protagonista) en la que el actor favorito y casi único de don Igmar tomaba una sauna precedida y seguida de unos suculentos cimbreazos corporales que convertían en caldarium la sensación térmica corporal por obra y gracia de unos ramones de abedul que actuaban como zurriagos caldeantes. Lo cierto es que, aún antes de que los Beatles visitaran España, los exotismos culturales extra y perieuropeos ya estaban empezando a campar por sus respetos entre nosotros como queriendo anunciarnos el fin del nacionalcatolicismo que nos embargaba, aunque ni el incienso, ni el gua bendita, ni las velas formaban parte aún del horizonte de nuestro bienestar  y que pronto volverían a introducirse por la gatera de la ola de orientalidas hindú y lejano-oriental que nos acechaba. Hasta hoy, cuando tras la crisis de la medicina tradicional en China y Japón, allí están en franca decadencia las prácticas curativas autóctonas y crece allí el prestigio de la medicina hipocrática occidental, entre nosotros se multiplican y asientan las escuelas orientales y, sobre todo, crecen sus dispensadores y crecemos su usuarios. Uno de los aspectos mas curiosos de este sorprendente enroque cultural es el relativo a los instrumentos orientales de percusión que me ha llevado a experimentar este verano en el Hotel del Balneario de Lanjarón los beneficios de los cuencos tibetanos, tañidos ad hoc por las ninfas y los elfos del establecimiento que no han tardado en especializarse al respecto y que, tendido yo a todo lo largo y convenientemente relajado y abierto de mente y músculos a la meditación (to el mundo es güeno y yo amo a la Naturaleza y viceversa) han conseguido a diario hacerme dormir como un angelito percutiendo con un palitroque en el recipiente y haciéndolo vibrar con posterioridad, lo que al comienzo me recordaba la Nochevieja televisada y a Ramón García, con su capa, y a Ana Igartiburu, con sus lentejuelas, y que estando en el pago alpujarreño de la Bordaila no andaba lejos de una zona exquisitamente vitivinícola y me daban unas ganar enormes de acompañar los sonidos aquellos tan familiares con un buen trago de champán y los suaves repiques budistas con el canto de las doce uvas de rigor accediendo así a un nirvana global y subrenatural, sin Rajoy, ni Mas, ni Moreno Babilla, ni Florentino, ni Merkel, ni don Pepito y sus amiguetes y sin ese Papa (falta le hacían ya esas gafas graduadas) que va a permitir un aborto libre y sin pena nueve meses, sin pensar en el efecto llamada, delegando el perdon en sus sacerdotes que veremos a ver si no objetan. Y para más colmo, me he comprado unos cuencos y no me han dado esas almohadillas como los roetes de las viejas o de las pubillas que se les colocan en la base para afinar la vibración y como tampoco tengo quién me los taña yaciendo yo relajado y espectante, estoy pensando en comprar unos cocos afrocubanos y contratar barato a un emigrante de allí para que me cante Lágrimas Negras y que además le salgan las cuentas a Rajoy. Y acoger en casa a una familia siria para practicar la pan-etnicidad y que de camino me toquen las chirimías para no ser menos (ay) que el Duque de Alba.