(Chejov avisaba: si en el acto I hay una pistola encima de la mesa, alguien se servirá de ella en el acto III. Sánchez le dice la verdad a Vox: son la mano de obra de los poderosos y los verdugos de los débiles. Casado encarcela catalanes cada minuto, como si quisiera ser vicepresidente de Abascal. La extrema derecha viene de triunfar en Granada, su glorioso parque temático y el laboratorio del fin y del principio de todas las reconquistas. Vienen tormentas de odio fabricadas por los poderosos. Zapatero vivió en un paraíso comparado con lo que le espera a Sánchez).

La malafollá, así sustantivada, es un arte singular que no se entiende más allá de Loja, cuando ya el río (Genil, por supuesto) busca las aguas del río grande y los ecos primeros del miarmeo de la campiña. Así que va Eduardo Rojo (you’re the one) y escribe que el acto de la Toma de este veinte/veinte tan de cifra mollar ha traído de suyo un “tufo preconstitucional”.  Esto es, pasarse la aconfesionalidad del Estado por los mismísimos: alcaldes, arzobispos, capitanes generales y legionarios desfilando con la cruz y la espada. Ortega Smith, Blas Piñar, tanto monta.

Estaba yo para reventar de bonica y Carlos Cano escribía: ojú el follón/ que s’armao / con la toma del moro / en la capital/ qué chusmerío/cuánta farfolla /ojú qué frío/ ojú que pollas/maricones/graciosos/moros viciosos/insumisos/fachas/rojos/bájate del balcón/por firmar un manifiesto/ se acordaron de mis muertos…

Era esa Granada de sol de plomo helado del invierno de los primeros ochenta en la que todavía mandaban los hijos de los asesinos de Lorca en los juzgados, en los cuarteles, en las iglesias. La Toma sepultaba y sigue sepultando un buen puñado de siglos y de generaciones de granadinos de antes de 1492 por los ínclitos Fernando e Isabel en nombre de la unidad de España.

Así que gentuza de la calaña de Federico Mayor Zaragoza, José Saramago, Amín Maaluf, Antonio Gala, Juan Goytisolo y las glorias locales Ríos/García Montero/Juan de Loxa/Cano cometimos (el plural no me convierte en artista) el disparate de hacernos un comunicado en nombre de la reconciliación y la tolerancia. Como la lista de ilustres iba de cantantes, poetas, escritores y catedráticos, algunos incluso maricones, los granadinos del bien preconstitucional de después de 1492 se cagaron en nuestros muertos, como no podía ser de otra manera.

El poso de los años y la izquierdita cobarde, que gobernó con hermosas mayorías la ciudad  (ay, José Miguel Castillo, ay Antonio Jara) consintió con la versión más rancia del segundo día de enero, fiesta local, (comiendo pastelicos/van los cateticos/por la Puerta Real) convertida en una romería política de los peregrinos fascistas de la nostalgia que cargaban el ambiente con esa violencia que da ganas de mear de puro miedo. Y las buenas intenciones de la Granada Abierta se fueron evaporando como las almas de sus bellos y amados patrocinadores.

Huyendo de la sabiduría de Gil de Biedma (no leer, no sufrir, no escribir), mi altocargo y yo hemos abrazado aquellos manifiestos/ para que se acuerden/ de nuestros muertos. Y nos sentamos sin milímetros de fisura en la silla donde tenemos clavadas nuestras raíces (Neruda, posiblemente) para ver en primera fila el marcial desfile de los que no votaron la Constitución usándola como martillo para regresar al imperio preconstitucional. Y sobre todo, esperando con miedo, mucho miedo, el acto tercero.