Yo nunca he oído motu proprio a Jiménez Losantos, el profeta del odio biliado.  Entre mis buenas prácticas vitales (no fumar, correr, beber buen tinto, hacer el amor, releer a Montaigne) no se encuentra la de aguantar que me vomiten por la radio. Disfruté mucho a Herrera y sus fósforos; al mejor Gabilondo, ratos de la maravillosa voz de Luis del Olmo, amo la bondad judeocristiana de Tom, me parece un poco pretenciosa Pepa Bueno y tal. Pero con ellos y ellas me voy apañando, pasan los días, caen las hojas, hay elecciones, como le gusta decir a mi altocargo, la vida es el lechero de Churchill.

Sólo una vez y lo dejé por escrito, por culpa de un descuido operativo, el dial se me encajó donde esa fábrica de rencor. Y a pesar de que fui rápida y muy escasos los segundos de exposición a la toxicidad, tuve que acudir al centro de salud más cercano para que me atendieran de politraumatismo en las convicciones. Me recetaron las obras completas de Chaves Nogales, un recital de Serrat, largos paseos por las alamedas y, eso sí, nunca más esa ametralladora gangosa de insultos bajo grave riesgo de recaída irreversible.

Todo fluía hasta que me subía en un taxi. Digamos que un número innumerable de veces, cosas de periodistas y sus viajes, he tomado taxis, para mi desgracia. De manera breve, los episodios más repetidos:

--El señor, sin venir a cuento, se pone a despotricar de esos sinvergüenzas del Gobierno, también ladrones, también corruptos, a los que habría que fusilar.

--El señor tiene puesto en la radio a Jiménez Losantos a un volumen insoportable. Le digo que baje el volumen. Se hace el loco, Le digo que baje el volumen, lo baja mínimamente. Le digo que apague la radio, que tengo que hablar por teléfono, se hace el loco. Le digo que aparque, que me bajo. Frena bruscamente. No tiene tarjeta de crédito. No tiene cambio. Pagar es una pesadilla.

--Si es verano, el señor no tiene puesto el aire acondicionado. He visto cómo empujaba el vehículo para colocarlo en la fila y ahorrar combustible. Circula con las ventanillas abiertas; apesta a sudor de macho cabrío y a tabaco, con el cenicero lleno de colillas. Le ruego que ponga el aire. Oigo un gruñido. El aire parece que está puesto pero es igual, funciona como una cafetera. Me bajo con el estómago revuelto y la voz de Jiménez Losantos reventándome la cabeza.

--Llegada vuelo nocturno. Madrugada. Taxi aeropuerto. La factura al llegar a casa es más cara que el billete de avión. Tengo la certeza de que me están estafando mientras en la radio de Jiménez Losantos uno de sus émulos lo imita a peor. Tomo nota de la matrícula, me digo que le denunciaré, pasan los días, me lío, se me olvida.

Después de treinta años, las experiencias desagradables son incontables y la certeza absoluta: ya no es que los propietarios de taxis sean de derecha o de extrema derecha, que lo son. La certeza absoluta es que aborrezco a ese gremio maleducado, grosero y faltón.

No hace mucho, unos meses, alguien me sugiere un cabify. Vale, lo compartimos. Llega un coche de resplandeciente. El interior huele a ambientador agradable y está inmaculado. El señor me ofrece un botellín fresco de agua y la elección de la radio o música que me guste. La tarifa es asombrosamente barata. El pago de hace por internet. No exagero. Casi se me saltan las lágrimas. Es la primera vez en mi vida que me tratan como una cliente, no como una víctima. Viva la competencia, coño, viva la competencia.

Nada sorprende pues que un grupo de taxistas reventaran un mitin de Susana, seguramente inspirados en esas bravas maneras de su profeta Losantos. Va de suyo. Lo que me ha dejado traspuesta es que los sedicentes comunistas Maíllo y Teresa hayan mirado para otro lado; “entendiendo” la cosa ¿Será fiebres de campaña? ¿O será más bien que a este novísimo populismo de izquierda extrema le sirven también los votos de los jimenezlosantos de la derecha extrema? ¿Es esto a lo que llaman confluencias?