Aunque, incluso sin condena por rebelión, la derecha no haya dejado de salivar desde que se conoció la sentencia; y aunque el deseo de revancha de mucha gente de este lado del Ebro se sienta satisfecho por las altas penas de prisión impuestas a los políticos secesionistas catalanes, basta poner durante un instante las luces largas para concluir que tanta cárcel no es una buena noticia.

No lo es, obviamente, para los condenados, pero tampoco para el resto de catalanes y españoles porque hará mucho más difícil retomar una conversación pública sosegada que acabe en un cierto armisticio. Al contrario de lo que opinan las derechas, una paz humillante, un Tratado de Versalles a donde España hiciera de Francia y Cataluña de Alemania, sería un error de consecuencias devastadoras.

De la lectura de la sentencia se desprende que el tribunal da por probado que hubo sedición y que esta conlleva penas que, aun siendo significativamente menores que las de rebelión, siguen siendo muy elevadas. 13 años de cárcel para el vicepresidente Oriol Junqueras se antoja mucha pena para quien, según la sentencia, sabía al igual que el resto de procesados “que lo que se ofrecía a la ciudadanía catalana como el ejercicio legítimo del ‘derecho a decidir’, no era sino el señuelo para una movilización que nunca desembocaría en la creación de un Estado soberano”.

Los independentistas condenados querían un Estado ‘low cost’, querían tener su propia república a precio de saldo, y no existen las repúblicas a precio de saldo. Oriol Junqueras y sus compañeros de banquillo querían un ‘cerdo gordo que pese poco’, y de eso no hay ni ha habido nunca en el mercado de la política. Su desgracia, puede que inmerecida, es que han acabado pagando su república de mentira al precio de una república de verdad.

Es relevante que los jueces del Supremo reiteren el argumento de que las proclamaciones de independencia de los encausados no resultan creíbles porque nunca implementaron los medios necesarios para hacer efectiva esa independencia. El tribunal los toma en serio como sediciosos, pero no como rebeldes.

Lo que vienen a decir los jueces es que los procesados eran rebeldes a media jornada, rebeldes con causa pero sin determinación, rebeldes sin la voluntad de serlo con todas las consecuencias.

La suya habría sido, pues, una rebelión más retórica que real: de hecho, ellos mismos lo reconocieron así durante la vista oral, y de ahí su convencimiento de que su conducta merecía como mucho una condena por desobediencia.

Sin embargo, el hecho de que la rebelión fuera ficticia –un farol, según la exconsejera Ponsatí– porque los procesados siempre descartaron la violencia para hacerla efectiva, ese hecho es lo que nos da alguna esperanza a todos para buscar ese armisticio que nos permitiría descansar un poco de nosotros mismos durante un tiempo.

Es cierto que para doblarle el pulso al Estado era precisa o mucha fuerza o mucha maña, y el independentismo no tiene todavía ninguna de las dos, pero no es menos cierto que todavía hay dos millones de personas que, aunque no crean en la causa con la misma fe que en 2017, siguen dispuestas a votar opciones secesionistas. La fuerza del movimiento reside en esos dos millones, no en los Torra ni en los CDR.

El riesgo que corremos todos es que el independentismo haya aprendido de esta derrota y su próximo intento de rebelión sea de verdad. Seguramente volverían a perder, pero entonces los derrotados seríamos todos. En realidad, ya lo estamos siendo.