El vicepresidente Pablo Iglesias tiene un talento contrastado para pisar charcos cenagosos, poniendo perdidos de agua y barro a sus compañeros de partido y a los ministros del Gobierno del que es vicepresidente.

En el momento de escribir estas líneas, el último charco ha sido igualar a los exiliados republicanos con el expresidente catalán Carles Puigdemont, también “exiliado por llevar sus ideas a un extremo”.

La portavoz morada Isabel Serra salía al quite para matizar que, aunque no cabe equipararlo propiamente con los republicanos de 1939, ciertamente Puigdemont también es un exiliado, según diccionario de la Real Academia España: "Esto no lo dice Pablo Iglesias: hasta la RAE dice que un político que ha salido del país por defender determinados planteamientos políticos, planteamientos que no compartimos, es un exiliado”. Entendido, Isabel Serra: ‘pulpo, animal de compañía’.

La consideración de Puigdemont como preso político, y no como político preso, no es nueva en Iglesias, ciertamente, pero el secretario general de Podemos no quiere entender que el cargo de vicepresidente incorpora a su perfil político una variable que, básicamente, consiste en la limitación drástica de su antigua libertad para decir todo lo que le viene en gana.

Parafraseando el título de la comedia de Miguel Miura y Álvaro de Laiglesia ‘El caso de la mujer asesinadita’, cabría decir que los republicanos del 39 que huían de una muerte segura eran unos políticos exiliados, mientras que Carles Puigdemont sería, en el mejor de los casos, un político meramente exiliadito.

La controversia exiliados/fugados acompañó desde el primer momento la decisión de los políticos independentistas de ponerse a resguardo de la justicia española. Incluso un ensayista tan ilustrado y riguroso como Jordi Amat, en la página 392 de su excelente ‘Largo proceso, amargo sueño’, descolocaba a muchos de sus lectores calificando al exconseller Joaquim Forn de “preso político encarcelado”. Digamos, si acaso, en favor de Amat que él al menos no es vicepresidente del Gobierno de España.

Más allá de los reproches, tantas veces merecidos, a la justicia española, es problemático sostener que Puigdemont es un exiliado con el argumento de que, de no haber tomado las de Villadiego, hoy sería un preso político más.

El Estado español será muchas cosas, pero una de ellas no es ser tan listo como para haber engañado a todos los países del planeta, convenciéndolos de que este país es una democracia con todos los avíos propios de una democracia de verdad.

Decir que Puigdemont es un exiliado es decir que España no es un Estado de derecho, un diagnóstico que muchos no tendremos problema alguno en compartir el día que Amnistía Internacional o Human Rights Watch así lo certifiquen.