Fue más fácil atrapar a Ana Julia Quezada de lo que lo será comprenderla. Será más fácil juzgarla y condenarla que entender cómo funcionan los herrumbrosos engranajes su corazón esquivo. Secuestrar y matar a un niño que es el hijo de tu pareja para conseguir vagos beneficios sentimentales, o quizá económicos, es una conducta que nos remite a la pura maldad.

Al contrario de lo que le sucede ante la bondad sin límites, el entendimiento se afana en comprender la naturaleza y el funcionamiento de la pura maldad, pero es un fenómeno que no se deja atrapar por la razón, un agujero negro que absorbe y clausura todos los argumentos sin devolver ninguno de ellos en forma de certeza luminosa o de verdad inequívoca.

El juicio que comenzó ayer despierta gran interés humano, periodístico y televisivo no solo porque la víctima es un niño, no solo porque lo mató la novia de su padre, no solo porque la homicida, simulando una aflicción que no sentía, se sumó a la búsqueda del pequeño durante más de una semana.

El interés unánime se deriva también de que Quezada se nos aparece como la encarnación misma de la maldad, y la maldad es un hecho misterioso y seguramente mucho menos común de lo que se cree. Hannah Arendt sostenía que el mal no es profundo, sino que lo verdaderamente profundo es el bien; tal vez, pero la perversidad que no está causada por un trastorno mental prolongado o transitorio no es menos misteriosa que la bondad.

¿Hay en Ana Julia Quezada algún tipo de locura que no estaría diagnosticada como tal locura? ¿Y en qué sentido –figurado pero no tanto– sería esa locura una enfermedad? Quizá en el mismo sentido en que lo sería, pongamos por caso, la avaricia: ningún psiquiatra diría que el avaro es técnicamente un enfermo, pero vivir esclavizado por la dictadura de los céntimos es un hecho anormal, extraordinario, casi teológico: la avaricia está emparentada con el fanatismo religioso, pero el avaro no lo sabe. Poeta del dinero, creador febril de realidades que solo existen en su imaginación, solo el paladar exquisito del verdadero avaro sabe apreciar el valor incalculable de un mísero céntimo.

¿Qué clase de desenfrenada, incontenible, pavorosa avaricia habrá emponzoñado el corazón de Quezada? ¿Y desde cuándo? ¿En qué momento se enciende en la cabeza de Ana Julia esa bombilla negra que le pinta el secuestro y la muerte del niño con el que tantas veces habría jugado como la solución redonda, perfecta, milagrosa a problemas y encrucijadas que puede que existieran únicamente en su imaginación enferma y febril?