Todas las películas del cineasta italiano Marco Bellocchio realizadas a partir de 2002, año de producción de La sonrisa de mi madre, presentan, cada una a su manera, un elemento fantasmagórico tanto en el interior de su relato como en sus imágenes. En su conjunto, a su vez, marcan un proceso de reconsideración del relato clásico, rompiendo éste de muy diversas maneras, siempre, eso sí, dentro de un marco narrativo en el que la experimentación con la forma ha generado en el cine de Bellocchio, algo ya presente en otros trabajos suyos, como La gaviota (1977), Salto al vacío (1980) o La condena (1990), una búsqueda de ruptura asentada en la fragmentación del relato y en sus saltos temporales, así como en la búsqueda de un lirismo visual surgido de la realidad representada.

Felices sueños, después de la irregular Sorelle mai (2010), la muy notable Bella addormentata (2012) y la estupenda Sangue del mio sangue (2015), es un paso más dentro de la exploración de Bellocchio, en este caso a partir de la novela de Massimo Gramellini, alrededor de todo lo anterior. Como en ellas, y como en Vincere (2009), Il registra di matrimoni (2005) o Buenos días, noche (2003), el director italiano, sin abandonar un retrato pretendidamente realista, persigue dar forma a un relato espectral. En Felices sueños, Massimo (Valerio Mastandrea), es un periodista que no ha logrado superar la muerte de su madre, trauma que le ha acompañado durante toda su vida, incluso, sin saber con exactitud qué sucedió en realidad. Algo que con el tiempo averiguará, constatando que en realidad, la verdad estaba frente a él, que siempre lo supo, pero que nunca logró dar forma a los acontecimientos en su mente; o, mejor dicho, nunca fue capaz de aceptarlos. Porque estaba sumido en un duelo interminable. Aunque capaz de seguir con su vida con cierta normalidad, Massimo vive sumido en un sueño, anclado en el pasado, del cual intenta salir sin demasiado éxito.

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Bellocchio arranca la acción en 1969 y llega a nuestro presente mediante un relato fragmentado y atemporal en el que los saltos en el tiempo son continuos, bien marcados, pero sin una aparente relación clara entre unos y otros. Las secuencias se relacionan entre sí, pero no de una forma sucesiva, sino que va creando un desarrollo intermitente en el que un instante nos puede recordar a algo visto media hora antes; y así. Bellocchio crea una asociación de lugares y de tiempos que responde a una lógica interna pero, a su vez, viene dada por una libertad absoluta a la hora de estructura el relato. Bellocchio se olvida de toda lógica normativa, y crea la suya propia. Así, queda una narración más abstracta que literal que a su vez exige un esfuerzo, no tanto para ir uniendo las piezas como para dejarse llevar por la historia, por su carácter sensorial y sugestivo asentado en un trabajo formal bien perfilado con un ritmo preciso, reposado, dejando que los planos respiren.

La presencia del fantasma Belfegor, que para Massimo se convierte en una suerte de guía a lo largo de su vida desde que en su infancia lo viera en la famosa serie italiana, aumenta el sentido fantasmagórico de la narración. Incluso la otorga de un aspecto fantástico que sirve a Bellocchio para, desde la problemática íntima del personaje, ir más allá para trazar una mirada a su país, Italia, a sus habitantes, desde un comentario u observación de una sociedad ajena a la realidad, anclada en un pasado del que no es capaz de alejarse. Si bien es cierto que muchas de las referencias de la película se intuyen o perciben antes que entenderse, algo que da a Felices sueños un carácter más local que general, también lo es que posee algo universal que hace que, al final, hable en realidad de una realidad, la nuestra, dormida, infantilizada, incapaz de superar algunas cuestiones. Bellocchio ha realizado en Felices sueños una obra de gran libertad expresiva y artística, algo que a estas alturas no sorprende en el cineasta italiano. Pero en esta ocasión ha logrado una película muy por encima de sus últimas propuestas, arriesgada y original. 

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