Dos años no son nada ni pueden torcer el ánimo de una ciudad como Barcelona, encantada de haberse conocido y reinventado en las últimas décadas. El éxito electoral de Ada Colau aliada con Iniciativa per Catalunya, viejos conocidos de todos los gobiernos socialistas que habían proyectado la marca Barcelona al mundo, sorprendió a muchos barceloneses y sobre todo alarmó a los sectores económicos de la capital de Catalunya. Llegados al ecuador del mandato, media ciudad está en pie de guerra contra el equipo de gobierno mientras la otra mitad sigue expectante y convencido de la explosión del genio político de Colau, un supuesto generalmente aceptado, aunque todavía no manifestado.

Ada Colau ha sobrevivido, sin alegrías y sin desvelar la incógnita sobre su idea de Barcelona. 

Hace unos meses, Gerardo Pisarello, primer teniente de alcalde y actualmente alcalde provisional por la baja maternal de Colau, admitió un exceso de doctrinarismo en su gestión para explicar las dificultades para alcanzar acuerdos con la oposición mayoritaria. La minoría de la que dispone Barcelona en Comú (11 concejales sobre 41) paliada mínimamente por el pacto con el PSC (4 concejales) ha chocado con la escasa voluntad del resto de grupos municipales de facilitar las cosas al equipo de gobierno. La experiencia les dice a la oposición que desde 2006 ningún alcalde ha conseguido ser reelegido y que todos gobernaron en minoría.

La nueva política no ha tenido más remedio que actuar como la vieja

Colau no pudo aprobar los presupuestos y tuvo que asociarlos a una moción de confianza que ganó sin problemas gracias a la geometría imposible de la oposición para consensuar una alternativa; tuvo que retirar el Plan de Actuación Municipal por falta de apoyos y ha gobernado aprovechando las facilidades que otorga la legislación a los decretos de alcaldía, práctica habitual de los últimos alcaldes. Forzada por la endemoniada composición del pleno, la nueva política no ha tenido más remedio que actuar como la vieja, incluso en la adjudicación de contratos, realizada a dedo en un 95% de los casos, al igual que hacía el convergente Trias.

Instalada en su purgatorio particular de la famosa realidad política, la alcaldesa ha comprobado la dificultad de acabar con la eterna huelga del Metro, de solucionar el conflicto de la venta ambulante, de conseguir un consenso sobre el enlace de las dos líneas del tranvía, de plantar cara a las grandes compañías de electricidad o de intervenir en el mercado privado de las funerarias para evitar que en Barcelona sea un lujo morirse. Por si este catálogo fuera poca cosa, el equipo municipal ha cargado con el riesgo de paralizar las obras del túnel de las Glòries por sus diferencias con las constructoras y ha entrado de lleno en la polémica turística con sus iniciativas.

Barcelona tiene al alma dividida ante el turismo. Ama los ingresos, esenciales para PIB local y odia la masificación, muy evidente en los distritos centrales. La política municipal se ha concentrado en las limitaciones hoteleras, aprobando un plan con los votos de ERC que le ha enfrentado a la patronal y se ha saldado con 100 impugnaciones que pueden tener un elevado coste económico para las finanzas locales, y en hacer aflorar los apartamentos ilegales, principal caballo de batalla de los vecinos. La aparición de los primeros incidentes de turismofobia alertan de la radicalización de un estado de ánimo de ciudadano muy sensible al discurso ideológico demonizador de una industria clave para la ciudad.

La gran prioridad del programa de Ada Colau era la política de vivienda: 10.000 viviendas sociales en este mandado. Para ello recurrió al BEI y ha obtenido ayuda financiera por valor de 125 millones; ha conseguido la cesión temporal de 600 pisos de los bancos y ha paralizado 2.000 desahucios de los 3.000 programados en Barcelona durante estos dos años. Ha aprobado también una inversión de 150 millones para el desarrollo de un plan de barrios que beneficiará (a medio plazo) especialmente al sector del Besòs, el más degradado del espacio metropolitano.

El balance en el campo de la vivienda, así como su protagonismo en la lucha por cerrar el Centro de Internamiento de Extranjeros de la Zona Franca, todavía abierto por la negativa del gobierno central a escuchar al ayuntamiento, su campaña para la acogida de refugiados y la gesticulación antimonárquica y antifranquista en el nomenclátor barcelonés no han podido paliar sus dificultades generales de gestión, ni el ruido de la inestabilidad originada por su minoría en el pleno, ni acallar las diferencias internas de su equipo (notoriamente con los socios de IC, muy estresados con su superilla de circulación controlada en Poblenou que tiene a los vecinos movilizados) ni tampoco la ausencia de un discurso de ciudad propio.

De momento, no ha llegado ni el cataclismo profetizado por sus adversarios ni el cambio prometido a sus seguidores

Colau ha moderado progresivamente sus críticas a la Barcelona heredada de los gobiernos de izquierda liderados por los socialistas a medida que ha tomado conciencia de los inconvenientes y las dificultades de un cambio de rumbo radical del ayuntamiento y de la ciudad. Sus repetidas alusiones elogiosas al maragallismo se intuyen como un intento de asociación a un legado huérfano de herederos políticos tras la ruptura de Pasqual Maragall con el PSC. Mientras la alcaldesa le da vueltas a su idea de Barcelona, el ayuntamiento no puede liderar la ciudad. De momento, no ha llegado ni el cataclismo profetizado por sus adversarios ni el cambio prometido a sus seguidores. Lo excepcional del caso es que el crédito político de Ada Colau parece intacto.