Una tumba frente al mar. Una placa que reza: “Un gran escritor francés ha querido reposar aquí para no escuchar más que el mar y el viento”. La que lee Nathalie, a quien pone rostro la siempre magnífica Isabelle Huppert, mientras visita el lugar con su familia. Es la tumba de Chateaubriand en la isla de Grand­­–Be, en Saint–Malo. Tras este pequeño preámbulo, la trama da un salto en el tiempo. Y Mia Hansen-Løve muestra la cotidianeidad de Nathalie y su marido, Heinz (André Marcon), ambos profesores de filosofía, quienes disfrutan una vida acomodada en París sin demasiadas alteraciones, salvo las lógicas de su actividad docente. Hasta que el porvenir, siempre en continuo movimiento, resquebrajará ese aparentemente indestructible estatus de seguridad que envolvía al matrimonio.

El quinto largometraje de Mia Hansen-Løve es una exquisita reflexión sobre el paso del tiempo y los cambios, a veces caprichosos, que se producen durante su transcurso. En el caso de Nathalie, sus hijos ya se han marchado de casa y su anciana madre, interpretada Edith Scob –actriz a quien muchos cinéfilos recordarán por su papel de la hija del cirujano, aquella que cubre su cara desfigurada con una máscara blanca en Los ojos sin rostro (Georges Franju,1960)–, padece síntomas de demencia senil. Es decir, que de la crianza de sus vástagos ha pasado a hacerse cargo de una madre cada vez más dependiente de ella que incluso la llama por teléfono de madrugada.

Cambios que también comienzan a presentarse fuera del ámbito familiar, porque la editorial, o mejor dicho, los dos jóvenes editores que han tomado las riendas de la misma, es decir el relevo generacional, le instan a cambiar tanto la imagen como el espíritu de la prestigiosa colección de libros de filosofía que ha creado y que dirige desde hace años. O la huelga de los estudiantes en la puerta del centro donde imparte sus clases, viendo en aquellos, al mismo tiempo, un reflejo de su juventud, cuando ella fue partícipe de las protestas de mayo del 68. Algo que se hará más evidente con el encuentro de un antiguo alumno, Fabien (Roman Kolinka), quien ha decidido vivir al margen del sistema en una casa de campo, dentro de una comuna de jóvenes con pretensiones intelectuales y políticas. Hechos que de alguna manera despiertan en ella una cierta nostalgia por sus antiguos ideales de juventud en contraposición con la vida aburguesada que lleva en el presente. Un presente que alcanzará su punto álgido cuando, tras más de veinte años de matrimonio, Heinz le comunica su decisión de separarse de ella porque ha conocido a otra mujer.

Hansen-Løve no solo ahonda con lucidez en los entresijos emocionales de una profesora quien a sus sesenta años de edad se ve obligada a reorganizar su vida tras saltar por los aires su hasta entonces acomodada existencia, sino que con una mirada impregnada con un sutil pero a veces mordaz sentido del humor, pone en cuestión tanto la conducta como el modus vivendi de su protagonista así como del resto de los personajes que la rodean. Empezando por la incompetencia emocional de la que hacen gala ella y su ex–marido tras la ruptura, preocupándose cada uno más por los libros que se ha llevado el otro que por sentarse y hablar de sus problemas. O dicho con otras palabras, la contradicción de dos seres que han dedicado su vida al mundo intelectual pero que son incapaces de establecer una comunicación entre ambos, una situación que la cineasta deja patente desde el principio, mucho antes de su separación.

Como también la cineasta parisina lanza soterradas críticas hacia la esfera cultural, en este caso, una editorial cuyos nuevos responsables les importa más la imagen que el contenido de sus productos; o los ideales de juventud representados en la figura de Fabien y cuyo futuro probablemente acabe siendo similar al presente de su antigua profesora, además de otros tantos detalles que tampoco se van a desvelar.

El porvenir es un sobrio ejercicio que rebosa frescura a la hora de enfrentarse a unos personajes de por sí complejos, en parte por un guión preciso, escrito por la propia directora, y la sencillez de una puesta en escena salpicada al mismo tiempo con infinidad de matices que se beneficia, además, de la hondura y la mesura con la que Isabelle Huppert impregna a su personaje, una mujer que, después de tantos años y a puertas de la vejez, recupera su libertad, buscando quizá “no escuchar más que el mar y el viento” como leyó un día en aquella placa frente al océano.