Morgan es una película que puede enfrentarse, de inicio, a diferentes peligros. Por un lado, que su director, Luke Scott, sea el hijo de Ridley Scott, y que, además, debute con una película alrededor de la inteligencia artificial, puede suponerle una desventaja antes que lo contrario, pues ahí pueden surgir las comparaciones. Por otro lado, y aunque la memoria cinéfila actual es cada vez más vaga cuando interesa, el recuerdo de Ex Machina también puede suponer un problema para Morgan, dado que ambas tienen algunos elementos en común, si bien, en el fondo, son dos acercamientos bastante diferentes, tanto en su tratamiento como en su desarrollo de género (la película de Alex Garland, a pesar de sus virtudes, no dejaba de ser un producto bien diseñado, posiblemente, para un público ajeno al cine de género). Por último, está el final de Morgan, uno de esos finales que fácilmente se reducirá a ese término de ‘final sorpresa’ y, por tanto, conllevará a que se vea Morgan como una película ‘tramposa’ y/o ‘predecible’. Tras cuestiones que esperemos no impidan que se aprecie las buenas aportaciones de la película.

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Sin desvelar elementos de la trama, resulta interesante detenerse en el final de Morgan, porque en verdad no revela nada que no se haya encargado Scott de mostrar desde su mismo arranque. Para ello, se debe atender a la puesta en escena, a las imágenes, y no solo al argumento, es decir, atender a cómo Scott busca el detalle, la mirada, el gesto, incluso, una leve línea de diálogo expresada por un personaje a otra, para percatarse de quién es quién. No hay juego alguno, no busca la sorpresa ni dar un giro brusco a la historia para que se reconsidere lo visto hasta ese momento o para cuestionar el relato. Está todo ahí. Esto hace de Morgan una película totalmente transparente, que, como decíamos, correrá el riesgo desde cierta pereza de ser atacada por ese final, algo que quizá denota muchos males de ciertos acercamientos críticos. Resulta más sencillo quedarse con ese final, por otro lado, quizá incluso redundante, una concesión para explicar lo que ya se debería haber entendido, pero está claro que no se confía demasiado en los espectadores.

Morgan comienza como una película de ciencia ficción de laboratorio, fría y cerebral, atenta a la interactuación de los personajes, a ir creando un atmósfera muy particular, para, mediado el metraje, adentrarse en el territorio del thriller de terror, casi al modo del slasher, sacando la acción fuera del interior para trasladarla al exterior, a la naturaleza. Un cambio que puede producirse por concesiones de producción y que sin embargo funciona al crear una disonancia entre las dos partes muy interesantes, conduciendo el enfrentamiento cerebral al físico, deviniendo en toda una lucha de especies que posee un tono algo nihilista pero que, a su vez, plantea interesantes cuestiones sobre qué es aquello que nos hace humanos.

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No diremos que Morgan es una gran película, pero sí una estupenda carta de presentación por parte de Scott. Una producción que vuelve a mostrar que en gran parte del cine de género de los últimos tiempos estamos encontrando los mejores discursos visuales del cine actual, aunque sea mediante películas irregulares como Morgan. Tan solo es cuestión de desprenderse de prejuicios y atender a las imágenes.