Todd Phillips ha sido quizá uno de los directores mejores valorados dentro de lo que vino a llamarse la ‘nueva comedia americana’ (aunque en verdad nunca quedó del todo claro qué era o qué representaba). Películas como Road Trip, Aquellas juergas universitarias, Starsky & Hutch, la trilogía Resacón o Salidos de cuentas, en su conjunto, sí pueden dar una idea más o menos preclara del sentido de la comedia de Phillips, el cual fue estilizándose lentamente en un plano formal, no así a nivel argumental. Por eso hay quien ha visto, o cree ver, en Juego de armas, una suerte de viraje por parte de Phillips, parecido, por ejemplo, al de Adam McKay con La gran apuesta, película con la que quizá guarde alguna relación, aunque queda en general francamente lejos de los grandes logros de esta última. Pero dicho cambio obedece, en ambos casos, más a una cuestión argumental o de tema que a una formal.

Juego de armas se basa en un artículo de Guy Lawson para Rolling Stone (que luego desarrolló en forma de libro), y que revela como dos jóvenes, Efraim Diveroli (Jonah Hill) y  David Packouz (Miles Teller), lograron entrar en la industria de ventas de armas norteamericana durante la guerra de Irak y, después, lograr un contrato en Afganistán. Entre medias, otras ventas ocasionaron que ambos ganaran grandes cantidades de dinero con el negocio. Por supuesto, el asunto acabó con ambos detenidos. A través de la voz de off de David, la película se articula en bloques que viene precedidos por una frase que ilustra perfectamente el desarrollo de la acción, la cual avanza con una enorme agilidad hasta mediada la película; después, el ritmo decae, cuando la trama abandona su sentido más grotesco y divertido y se interna por el conflicto personal entre los dos socios y el tono deviene más severo. Se crea en este sentido una disonancia que desequilibra la película y hace que poco a poco pierda fuerza. Quizá porque, asentada en un discurso más o menos claro, éste queda expuesto muy pronto, y aunque al final haya un leve giro para reconsiderar qué ha pasado, y, sobre todo, a dónde irá uno de los personajes, lo cierto es que prevale un cierto sentido redundante a lo largo de la trama.

Lo mejor de Juego de armas se encuentra en los momentos más grotescos, incluso exagerados, que es cuando Phillips brilla en la construcción de las secuencias –exceptuando el abuso de canciones a lo largo de la película-. Es entonces cuando su sentido de la comedia funciona a la perfección para transmitir la absurdidad de unos sucesos que ha llevado a la pantalla tomándose, al parecer, no pocas libertades con respecto a lo que sucedió en la realidad, algo que, a estas alturas, suponemos no debería importar demasiado. Da igual, en verdad, si algo aconteció de una manera u otra, lo relevante es dar habida cuenta de cómo dos jóvenes lograron algo que, hasta ese momento, parecía tan solo circunscrito a las grandes empresas de armas. Un joven sin escrúpulos y otro con graves problemas económicos y de horizontes profesionales y personales, se vieron de la noche a la mañana ganando cantidades desorbitantes de dinero, negociando con el ejército y con contrabandistas internacionales. Phillips asume desde el comienzo que había algo imposible en todo ello, pero sucedió. Y que la mejor manera de narrarlo era enfatizando y exagerando las circunstancias y a los personajes. Entre un humor serio y la sátira más alocada, Juego de armas se presenta, sobre todo en su primer tramo y en su cierre, como una película eficiente en su objetivo y arriesgada, por momentos, en su forma, pero en su conjunto deja una extraña sensación de indefinición.

Quizá Phillips ha visto a sus dos protagonistas por un prisma demasiado cercano a sus pirados y juerguistas anteriores. Una pareja de jóvenes que viven, una vez más, la posibilidad de ese sueño americano de construcción personal y enriquecimiento gracias al talento y al trabajo. El lado oscuro acaba surgiendo cuando descubren que, quizá, no eran tan listos como pensaban. Pero quizá, Juego de armas sea más interesante en cuanto a lo que muestra alrededor de estos dos personajes que por ellos mismos. Algo parecido sucedía en El contrato del siglo, de William Friedkin, más relevante por cómo representaba una época que por las figuras que poblaban la pantalla. En el caso de Juego de armas, la Norteamérica de Dick Cheney, de la guerra de Irak, de los grandes contratos por venta y fabricación de armas, por el gasto del dinero de los impuestos en ellas. No es nada nuevo, nada que no supiéramos. Pero cuando es narrado como una comedia tan frenética, tan irreal, entonces, la farsa de la realidad asoma y hace que nos planteemos, una vez más, en qué clase de mundo vivimos. Qué sociedad hemos creado.