Ayer, en un reencuentro con viejos amigos y compañeros, hubo tiempo para charlar de muchas cosas y, claro está, también de corrupción y de política. Y, sorprendentemente, hubo más unanimidad en el diagnóstico de la primera que sobre el tratamiento que hay que aplicar a la política para que deje de manifestarse el preocupante síntoma que es la corrupción.

Noté, fundamentalmente, miedo a lo desconocido, pánico a perder el control, a pesar de que nada hay más descontrolado que el sistema de partidos en España, en el que la democracia interna ni siquiera es un objetivo y de que, para nuestra desgracia, se ha demostrado que los partidos políticos españoles, al menos los dos que más tiempo han gobernado en uno u otro ámbito de poder, mantienen soterrada gran parte de su actividad, especialmente la que tiene que ver con su sostenimiento económico.

La verdad es que ese miedo o, mejor, dejémoslo en desconfianza o simple preocupación dirigidas a la incógnita que puede abrir, que de hecho abre, Podemos en el poder o como contrapeso del poder. Ya en casa me di cuenta que gran parte del que durante años había sido voto útil, el apoyo más o menos crítico a partidos que ya comenzaban a dejarnos ver sus miserias, se está convirtiendo en un voto miedoso que prefiere encomendarse a la virgencita y quedarse como está, antes que dar el salto en el vacío que podría llevarle hacia adelante, pero que temen que acabe en catástrofe.

Yo que, como no podía ser de otra forma, también desconfío de las personas y de los, por desgracia  necesarios, liderazgos fuertes, creo haber encontrado la manera de justificar ahora un voto distinto que saque del barro en el que lleva años enfangada nuestra democracia. Y esa justificación, necesaria por otra parte para no caer en la melancolía, la encuentro en la convicción de que, si acabo votando al temido Podemos, no estaré votando exactamente a la anatemizada formación anti casta, sino que lo que estaré haciendo es votar a o con la gente, que vota a Podemos.

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