Miguel Blesa, a su llegada a los juzgados de Plaza Castilla / EFE Miguel Blesa, a su llegada a los juzgados de Plaza Castilla / EFE



El modelo de negocio por el que apostaron Miguel Blesa y su equipo directivo en Caja Madrid, a lo largo de sus trece años de mandato, se basó primero en un crecimiento casi sin medida y se centró tanto en el sector inmobiliario que sólo era sostenible mientras hubiera burbuja. Aparte de algunas decisiones políticas discutibles de los gobiernos de Alberto Ruiz Gallardón o Esperanza Aguirre sobre inversiones en empresas como el Parque Warner, la evolución de las cuentas de Caja Madrid comenzó a encender alarmas antes de la irrupción de la crisis financiera.

Crecimiento a toda costa
Cuando Miguel Blesa, amigo personal y compañero de oposición de José María Aznar, es nombrado presidente de Caja Madrid nada más ganar las elecciones el PP en 1996, el nuevo equipo directivo se encontró una caja de tamaño discreto, muy rentable y con una exposición al mercado inmobiliario bastante normal para la época. Trece años después, Blesa dejaba una entidad financiera prácticamente bloqueada por la crisis, con mucha menor rentabilidad, una exposición notablemente mayor al sector del ladrillo y, eso sí, con una retribución de directivos que se había multiplicado por ocho. Fueron trece años de crecimiento a toda costa, una estrategia que ya habían seguido muchos bancos años antes, y que se había llevado por delante (tras la crisis de los 90) a entidades con tanta historia detrás como el Banco Central, el Hispano o Banesto, sin olvidar las fusiones obligadas de los bancos de Vizcaya y Bilbao.

Trece años malgastados
Cuando se les pregunta, los ex directivos de Caja Madrid de la etapa de Miguel Blesa siempre responden que la crisis ha afectado a todos y que el gran problema vino con la imposición de que la caja madrileña se fusionara con Bancaja (ambas controladas por hombres puestos por el PP de Madrid y Valencia) y que el hijo de la fusión (Bankia) saliera a Bolsa. Es verdad que los agujeros de Bancaja unidos a los de Caja Madrid formaron un boquete de dimensiones nunca vistas en la banca española. Pero también lo es el hecho de que cuando Miguel Blesa llega a Caja Madrid, la entidad ganaba 220 millones de euros al año, que suponían el 11,5% de los recursos propios de la entidad. Cuando se fue, el beneficio de su último año completo (2009) fue de 360 millones de euros, que equivalen al 3,7% de los recursos propios de Caja Madrid. La rentabilidad sobre el capital se había dividido por tres mientras la caja había multiplicado por ocho su negocio. Ya se ve que el nuevo no era tan rentable.

Apuesta por la burbuja
El balance final de 1995, el último en el que Miguel Blesa no estaba presente en el consejo, señalaba, por ejemplo, que Caja Madrid tenía 3.950 millones de euros (658.000 millones de las pesetas de entonces) invertidas en deuda pública española. Trece años después, cuando se fue, dejó a la caja con sólo 352 millones invertidos en deuda pública española (¿todo por la Patria?). Cuando Blesa se sentó en el sillón de presidente, el 57% de los créditos a clientes eran hipotecarios y la caja tenía concedidos préstamos que sumaban 1,5 veces los depósitos de los clientes. Diez años después, justo antes de que estallara la burbuja, en 2005, Caja Madrid tenía concedidos créditos hipotecarios por valor de 49.000 millones de euros, seis veces más que en 1995, cuando su volumen global de créditos se había multiplicado por cinco. Las hipotecas se habían convertido en la estrella del crecimiento y ya suponían los dos tercios de sus préstamos. La rentabilidad todavía era muy buena porque el dinero para prestar se obtenía fuera de España a precios muy baratos. La entidad tenía créditos concedidos que sumaban 1,9 veces los depósitos de sus clientes. Es decir, la mitad de los préstamos estaban financiados con créditos que la propia Caja Madrid pedía fuera para mantener su ritmo de crecimiento. El mejor ejemplo de lo que es una burbuja.

Lo peor vino después
En 2005, el equipo directivo de la entidad había acumulado una subida de sus retribuciones equivalente al 8% anual acumulado, mucho más alto que el de los trabajadores. Pero a partir del estallido de la burbuja todo cambió a peor. En 2009, último año de Blesa como presidente, la cúpula directiva de la entidad cobró 12,4 millones de euros, lo que suponía multiplicar por 4,6 veces lo percibido en 2005, mientras el beneficio de la caja era menos de la mitad (exactamente el 42% del obtenido en 2005). Los directivos de Caja Madrid optaron entonces por una nueva estrategia que en lenguaje marino equivaldría a parar las máquinas. La caja dejó de crecer y por primera vez tuvo que reconocer ante el auditor que siete de cada cien euros prestados en hipotecas era muy dudoso que pudieran ser recuperados. Era sólo el principio del levantamiento de alfombras que acabó con la mayor nacionalización bancaria hecha nunca en la historia de España.

“No me arrepiento”
Tras su segunda salida de prisión, este pasado jueves, día 20, Miguel Blesa decía que no se arrepentía de nada de lo hecho en Caja Madrid. La inmensa mayoría de los expertos en derecho penal y mercantil están de acuerdo en que la elección de una forma u otra de gestionar una entidad, si no es posible demostrar que ha sido hecha con el propósito de hundir el banco, no acarrea responsabilidades judiciales. Pero lo cierto es que Blesa se encontró una caja rentable, con 60 empresas participadas o asociadas entre las que había 12 inmobiliarias (muchas de ellas dedicadas a gestionar inmuebles y oficinas propios del banco) y se fue dejando un entramado de participaciones en 117 empresas, de las que 34 eran inmobiliarias, dedicadas ya a gestionar parte del desaguisado que había ido acumulando la caja con sus hipotecas. Todo un ejemplo de lo que no se debe volver a hacer, aunque no sea perseguible judicialmente.