Todas estas cosas que pasaban en la antigüedad han hecho el viaje hasta nuestros días. La carnicería organizada de seres humanos, también llamada guerra o conflicto bélico, se ha perfeccionado con el tiempo. Es más, incluso en los casos más extremos de brillantez táctica ni siquiera se busca la eliminación del enemigo, y el armamento se fabrica con la intención de dejarlo malherido. Esto provoca muchos más problemas logísticos al ejército contrario que un muerto. Es sorprendente la capacidad de la humanidad para avanzar en todos los aspectos en los que empeña algo de tiempo, y dinero. Pero la barbarie no se detiene en el enfrentamiento de bandos en un frente más o menos delimitado. La violencia hacia las mujeres, por ejemplo, nos sorprende de forma ostentosa cuando vemos en el informativo como se las lapida por algún país que inmediatamente catalogamos como poco avanzado. Bárbaros, decimos para nuestros adentros, mientras dos noticias antes asistíamos al asesinato de una mujer en nuestro país a manos de su marido. Violencia de género se llama aquí, en el mundo civilizado según nuestro propio criterio. La misma cosa. Los mismos perros asesinos estrangulando con el collar que quieren colocar a cada mujer. Podríamos seguir enumerando casos en los que nuestro instinto animal supera al de las bestias, y la columna se convertiría en un extenso tratado...

De todas las maneras de matar, quizás la que lleva aparejado un sostén legal sea la que mejor hemos perfeccionado como sociedad para saciar nuestra tendencia al ojo por ojo, calmando además nuestra conciencia. Abanderada desde el primer mundo (otra vez), tal día como hoy hace unos años, por ejemplo, se produjo la primera muerte por inyección letal en Estados Unidos. Con su sentencia y todo. La pena de muerte, como se conoce de forma habitual al asesinato legal, es uno de los mayores fracasos que podemos adjudicarnos como especie. Quitar la vida a un semejante, con la administración de justicia como garante del proceso, es una perversión en sí misma de la que no puede alardear ninguna sociedad que aspire a progresar. Es ponernos a todos a la altura de los verdaderos criminales, cuyo destino es la cárcel y no la silla eléctrica. Somos seres racionales, o al menos eso decimos, más allá de ser verdugos. Quizás muchos lo vean como un mal menor antes que convertirse en víctima, pero en algunas ocasiones la vida es la peor condena para aquellos que deberán pasarla con la compañía del recuerdo de sus atroces crímenes. Cuando las luces se apagan, y llegan los fantasmas, muchos de ellos preferirían estar muertos. No les demos el gusto.

Ion Antolín Llorente es periodista y blogger
En Twitter @ionantolin