¿Puede una canción sonar por encima del estruendo de las bombas? ¿Puede un escenario de luces, lentejuelas y pop evadir la sombra de una guerra? La pregunta parece simple: ¿debería Israel participar en Eurovisión? Pero la respuesta está lejos de serlo. En 2025, el certamen musical más popular de Europa se ha convertido en el epicentro de un debate político, ético y cultural que divide tanto a los fans como a las instituciones.

La presencia de Israel en Eurovisión ha provocado una oleada de protestas dentro y fuera del festival, en el contexto de su ofensiva militar sobre Gaza, que según cifras de Naciones Unidas ha dejado más de 50.000 muertos, entre ellos miles de niños. Aunque Eurovisión insiste en presentarse como un evento apolítico, el impacto del conflicto ha sido imposible de ignorar. En Malmö, donde se celebró la edición de 2024, hubo manifestaciones masivas, detenciones de activistas —entre ellas la de Greta Thunberg— y un despliegue policial inédito.

Yuval Raphael, la representante israelí, es una joven artista y sobreviviente del ataque de Hamás al festival Supernova en 2023. Su canción, "New Day Will Rise", se presentó como un mensaje de esperanza. Pero para muchos, su actuación fue una provocación. En su semifinal, recibió abucheos, se vieron banderas palestinas en el público y varias personas fueron expulsadas del recinto por manifestarse pacíficamente.

A nivel institucional, la tensión también ha sido evidente. Más de 70 artistas europeos —incluidos exganadores del certamen— pidieron la exclusión de Israel. En España, RTVE solicitó a la Unión Europea de Radiodifusión (UER) que se debatiera esta participación. La respuesta fue negativa. La UER argumentó que Eurovisión está abierta a todas las emisoras públicas afiliadas, y que el evento debe permanecer neutral frente a los conflictos políticos.

Sin embargo, el precedente de Rusia —excluida del certamen en 2022 tras la invasión de Ucrania— ha dejado a muchos con la sensación de un doble rasero. ¿Por qué se actúa contra unos sí y contra otros no? Esta incoherencia ha alimentado las acusaciones de “blanqueo cultural” a través del festival.

Las protestas se han multiplicado especialmente en países como Suecia, Finlandia, Noruega e Irlanda, donde sectores importantes de la sociedad civil y del mundo artístico han exigido una postura clara frente al conflicto. En algunas televisiones públicas se llegó a plantear el boicot. A pesar de todo, la audiencia no ha caído: en España, por ejemplo, la final de Eurovisión 2024 logró una cuota del 41,8%, más que el año anterior.

Mientras tanto, los organizadores insisten en que la música debe unir, no dividir. Pero en esta edición, la pregunta no ha sido qué país llevará la mejor canción, sino si algunos países deberían participar en absoluto. Y eso deja al certamen —y a su público— en una encrucijada.

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