Parece que, si todo marcha como se espera, salimos de esta. Eso sí, por el camino ha quedado mucho, y lo más importante, vidas humanas. Salvo nuevos bailes de cifras, alrededor de unas 30.000 personas en España han perdido la vida por culpa del maldito coronavirus.

30.000 personas. Deberían darnos escalofríos solo de leerlo pero, sin embargo, tengo la sensación de que no lo hemos interiorizado. Y eso también me da escalofríos.

Durante los momentos más duros del confinamiento, cuando todavía creíamos en la unión frente a un enemigo común, centramos nuestros esfuerzos en darnos ánimos. Era necesario. Nos enfrentábamos a algo sin precedentes, a un cambio en nuestras vidas tan radical que no podíamos permitirnos dejarnos fuerzas en lamentaciones. Quizás por eso, como un pacto no escrito, apenas se ha hablado de muertos. No hemos visto imágenes de ataúdes, de enterramientos ni de personas enfermas, muy razonable por ética y derecho a la intimidad. Pero tampoco hemos visto otras cosas que sí vemos en otras tragedias.

¿Dónde han quedado las historias humanas? ¿Dónde las referencias a esas vidas rotas? En el pasado, cada vez que ha habido un atentado, una catástrofe, un accidente o cualquier otro acontecimiento con múltiples víctimas, se han contado las historias de todas o algunas de ellas, se ha hablado de sus logros y de los sueños que ya no podrán cumplir. Ahora, sin embargo, no se ha hecho. Apenas sabemos de quienes ya tenían alguna notoriedad por otras razones, pero poco más. Y eso ha hecho que no lleguemos a asumir el terrible coste de esta pandemia.

¿Se trata de infantilizar a la sociedad? ¿O se debe a que la edad de la mayoría de las víctimas resta importancia a su fallecimiento? Porque si es lo primero me parece grave, pero si fuera lo segundo sería inadmisible.

Tal vez por esta falta de humanización, no somos conscientes de la importancia de mantener las medidas para impedir los contagios. Porque no se trata de infringir una norma, sino de impedir enfermedad y muerte.

Pensemos en los abuelos que no podrán conocer a sus nietos, en la abuela que no verá casarse a su nieta o que no podrá celebrar que ha aprobado una oposición o ha conseguido trabajo. Pensemos en las niñas y niños que han perdido a quienes les cuidaban, a quienes les enseñaban cosas o les llevaba al parque. Y, por supuesto, en quienes no podrán salvar más vidas con su trabajo porque ese trabajo se llevó por delante las suyas.

Tal vez así seamos más responsables.