Yo me quedo en casa. Me pica todo, me muero por dar una vuelta, por tomarme una cervecita en una terraza o por abrazar a la gente que quiero, y ya está. Cuesta, pero ya está. Y no nos paramos a pensar en esas mujeres para las que quedarse en casa es una verdadera tragedia.

A lo largo de todos los años que llevo trabajando en el ámbito de la violencia de género, siempre encuentro un denominador común en todas las víctimas. El pánico que sienten en cuanto oyen el sonido que produce la llave al girar en la cerradura. Es el anuncio del comienzo del horror y del fin de ese pequeño reducto de libertad que tienen cuando él no está. Es algo tan terrible que es bien frecuente que muchas mujeres, aun después de tiempo de haber salido de ello, conservan como secuela un trauma que se desata cada vez que escuchan el sonido de unas llaves.

Para estas mujeres, la declaración del estado de alarma constituye una verdadera alarma, y el confinamiento constituye un verdadero confinamiento. En la habitación del pánico. En la casa del horror. En una pesadilla sin fin.

El pánico que sienten en cuanto oyen el sonido que produce la llave al girar en la cerradura

Pensemos que si, en condiciones normales, decidirse a denunciar puede ser complicado, en una situación como esta es misión imposible. Es una condena de la que ni siquiera saben si saldrán vivas, en la que cada día se torna una verdadera heroicidad, especialmente si hay hijos e hijas.

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Recuerdo que, en uno de mis primeros contactos con la violencia de género, una policía decía algo que se me quedó grabado. Jamás había visto unas casas tan escrupulosamente limpias y ordenadas como las de las mujeres que sufrían malos tratos. Y la razón no era otra que la necesidad de dar la menor oportunidad para que el energúmeno que vivía con ellas tuviera alguna excusa para sacar a la bestia que llevaba dentro. Pero tanto daba. Al final, si el arroz estaba frío se enfadaba porque lo había hecho demasiado pronto y si estaba caliente, demasiado tarde.

¿Alguien se imagina lo que debe ser eso? Pues, además de imaginarlo, pensemos que también ahora -o ahora más que nunca- es nuestro deber no darles la espalda. Si oímos, vemos o sospechamos algo, no miremos hacia otro lado, actuemos. Que a las terribles pérdidas de vidas humanas del coronavirus no hayamos de sumar otras.