La historia está llena de personajes que nunca existieron. Mitos e incluso puras invenciones creadas con las más diversas intenciones. Lo vemos en las religiones donde santos completamente fabulosos, como el Santo Niño de la Guardia, se crearon para avivar el odio a los judíos o en el mundo de la política donde reyes míticos como Túbal, se usaron para conectar la monarquía hispánica con el mismísimo Noé.
Por ello cabe imaginar que el gremio para inventarse gente haya sido el de los escritores pues su talento no se limitó a usar pseudónimos (que literalmente significa nombre falso) sino que crearon vidas enteras para esos personajes con los que encubrir secretas intenciones.
Escritores rematadamente falsos fueron tenidos como los más diversos libros, para descubrirlos empezaremos en México allá por 1690 cuando sor Juana Inés de la Cruz criticó las prédicas de  Antonio Vieira con una obra que se llamó la Carta atenagórica. En aquel documento encumbró el papel de la mujer en la historia y como es de imaginar sentó a cuernos quemados a algunos miembros de la Iglesia, en concreto en el obispo de Puebla, Manuel Fernández, que ni corto ni perezoso se inventó una monja, sor Filotea de la Cruz, con la que rebatir las teorías de sor Juana Inés.  Para ello argumentó que ambas monjas se conocían y que sor Filotea había respondido a sor Juana Inés porque era una gran admiradora suya y aunque ella no lo recordase se llegaron a conocer en persona cuando sor Filotea le besó la mano.

El obispo Manuel Fernández de Santa Cruz se hizo pasar por monja para criticar a sor Juana Inés de la Cruz.

Patrañas como esta, camuflaban una enemistades de las que nacieron muchos escritores falsos. Precisamente por ello el belicoso Quevedo fue víctima y verdugo de los escritores falsos. Por un lado creó personajes irreales con los que firmar sus obras, como  el licenciado Todo se sabe para el El Chitón de las tarabillas o el impronunciable Nifroscancod Diveque Vagello Duacense (en realidad es un acróstico del nombre Quevedo) y que al ser extranjero necesitó además un traductor igualmente falso, Esteban Pluvianes del Padrón.
Al mismo tiempo Quevedo probó de su propia medicina cuando en 1635 se publicó El tribunal de la Santa Justicia en el que se ponía de vuelta y media al poeta llamándole protodiablo, catedrático de vicios, bachiller de suciedades…  y que se suponía, había sido escrito por Arnaldo Franco Frut. Un licenciado de origen alemán que residía en Salamanca.
Pues bien, todo falso, el tal Arnaldo no existía y todo parece ser una creación del espadachín Luis Pacheco de Narváez, enemiguísimo de Quevedo por aquel entonces.

Luis Pacheco de Narváez fue encarcelado por crear un autor falso con el que escribió  “una sátira atroz y continuo sarcasmo contra don Francisco Quevedo”.

Aun así no todos los cometidos de escritores falsos han sido difamar o armar bronca, también se usaron para todo lo contrario. Lope de Vega por ejemplo creó al padre Gavriel de Padecopeo (nuevamente un anagrama de Lope de Vega) que andaba desengañado de la corte donde había sido desterrado a pesar de los méritos militares de su mocedad. En resumen, un pseudónimo con el que Lope se estaba echando todas las flores del mundo a sí mismo.
 

Tomé de Burguillos fue otro de los autores falsos que Lope creó para piropearse a sí mismo.


De igual manera, Cervantes dijo que El Quijote no lo había escrito él, sino un autor arábigo llamado Cide Hamete Berengueli, que igualmente un pseudónimo con el que Cervantes trastocó las letras de su nombre para crear un personaje con el que adularse a sí mismo, con continuos adjetivos como “sabio”, “ejemplo de historiadores graves” o “puntualísimo escudriñador”.
Pero incluso a Cervantes el tiro le salió mal, porque tantas dobles lecturas hicieron que varios escritores se sintieran ofendidos y fruto de aquella ofensa nació otro autor falso, Alonso Fernández de Avellaneda, autor de un Quijote apócrifo  cuyo creador sigue siendo un misterio aún por desentrañar.

 

Portada del Quijote apócrifo de Avellaneda