Todo empezó con un alzador. Diez centímetros extra para que se apreciaran con mayor ángulo de visión los adoquines​, rollos de papel, mapas y pantallazos mostrados por el líder naranja. No es la primera vez que utiliza toda serie de herramientas para enfatizar y dar mayor empaque a sus argumentos, basados, principalmente, en desprestigiar los años de poder popular y socialista para presentarse como la alternativa renovada de un bloque caduco.

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Siendo este un debate de altura, muchos son los españoles que han observado cómo esta cita ha sido una metáfora perfecta de lo sucedido hasta ahora. Bloqueo y reproches continuos, más allá de que las formaciones políticas protagonistas del envite prometieran (salvo Vox) rebajar el tono en esta campaña, apostar por el diálogo y poner medidas sobre la mesa. El viejo “y tú más” ha primado, incluso en la derecha, con un Albert Rivera tratando de imponerse a sus homólogos para evitar el descalabro que marca la demoscopia.

Cinco han sido los bloques que se han debatido: cohesión de España, política económica, política social e igualdad, calidad democrática y política internacional. 25 minutos por bloque, repartiendo los tiempos entre los líderes que, como podían, dividían sus minutos para ofrecer contenidos programáticos propios a modo de lanza contra Pedro Sánchez por su gestión al frente del Ejecutivo.

Santiago Abascal se estrenaba este lunes. En las pasadas elecciones reconoció, en ámbito privado y sin saber que todo estallaría tras un error de su equipo de comunicación, que no le venía bien ir a los debates. Cinco meses después no ha podido escapar del debate, pero sí de los ataques: la derecha lo ha protegido (“¿son mejores Otegi y Torra que Abascal?”), la izquierda se ha dedicado a echarse en cara mutuamente aquello que falló y propició que hoy nos encontremos frente a una nueva cita con las urnas.

El debate ha arrancado con el conflicto catalán sobre la mesa. Las imágenes de violencia de este lunes en la entrega de los premios Princesa de Girona han servido para abrir la batalla dialéctica, pero muchos podrían pensar que han ejercido como hilo conductor de las más de dos horas de confrontación.

En economía, mientras Pablo Iglesias prometía que la clase media no volvería a pagar las consecuencias de la crisis que asoma, el resto de partidos repartía culpas sobre la que dejamos atrás; en el bloque social, mientras los cuatro principales líderes ponían sobre la mesa medidas más o menos acertadas, Abascal prefería hacer un alegato racista culpando de todos los males a los inmigrantes que cruzan la valla de Melilla; la calidad democrática ha quedado refrendada por la falta de ella, Franco, el separatismo o el comunismo; y, por último, en política internacional, a la par que la derecha pedía más muros y mano firme con los inmigrantes, Sánchez ha demandado una política migratoria común e Iglesias ha solicitado más empresas públicas que luchen contra los oligopolios internacionales.

Una jornada histórica que ha retenido a la sociedad española, cansada, tres horas frente al televisor. Esta semana ha empezado con el debate más importante de una campaña anómala y corta, consecuencia de la ineficacia para alcanzar acuerdos. Independientemente de quién lo haya ganado, su realización es la constatación de que, en cierta forma, todos han perdido.