El mismo día, aunque no en el mismo sitio ni a la misma hora, en que la vicepresidenta Yolanda Díaz se mostraba encantada de la audiencia mantenida con el papa en el Vaticano, la ministra Ione Belarra cargaba contra la monarquía parlamentaria como ente congénitamente antidemocrático: no porque entre nosotros la haya encarnado alguien cuya conducta indigna tanto como avergüenza y desconsuela, sino por ser la monarquía misma fuente inequívoca de los grandes males que afligen al sistema.

Sostiene Belarra, como sostenía su antecesor al frente de Podemos Pablo Iglesias, que la monarquía convierte nuestra democracia en menos democracia y que, mientras no sea sustituida por una república, la nuestra será una democracia insuficientemente democrática. También afirma Belarra que, “sea cual sea el rey”, podrá volver a hacer con total impunidad las mismas cosas que hizo Juan Carlos I.

Y así piensa también el portavoz de Unidas Podemos en la Cámara Baja, Pablo Echenique, para quien en España "el problema es la monarquía" y no que el emérito "sea el mayor corrupto de España".

En ambos casos, la sacralización pueril de la república corre pareja a una execración de la corona que solo se sostiene atribuyéndole al rey unos poderes y una capacidad de influencia en el Gobierno que jamás ha tenido ni en ésta ni en ninguna otra monarquía constitucional del mundo.

Para Belarra y Echenique, ser rey debe ser lo mismo que para los antisemitas era ser judío o para el general Sheridan ser indio, pues el único indio bueno era el indio muerto. La visión materialista del mundo que tienen ambos se torna pura metafísica y tosco esencialismo cuando piensan la monarquía, que consideran un ente inamovible y eterno, ajeno las vicisitudes de este mundo.

Como le ocurría a Pablo Iglesias, tampoco Belarra es consciente de que su condición de ministra del Reino de España la obliga a una mayor contención verbal. De igual modo que el fundador de Podemos, Belarra parece desconocer que esa clase de declaraciones resta fiabilidad para gobernar a la formación morada, del mismo modo que se la restaría a un bombero su afición a quemar cosas en sus ratos libres.

Podemos ha empezado si no todavía a ganar votos, sí a ampliar simpatías ciudadanas desde que su referente institucional ha pasado a ser Yolanda Díaz, que al menos hasta ahora ha sabido no distraer sus energías en asuntos tan radicalmente ajenos a los problemas de los ciudadanos y del propio sistema democrático como el hecho de que al frente del Estado tengamos un rey y no un presidente de la república.

Lo que Yolanda Díaz suma cuando se curra, pongamos por caso, la negociación para suprimir la reforma laboral, lo resta Ione Belarra con declaraciones políticas que espantan a votantes de la izquierda que consideran determinadas afirmaciones impropias de quien ocupa una silla en el Consejo de Ministros.

A Díaz, mientras tanto, sus adversarios de la derecha la tachan de comunista. Como al papa. Nunca le perdonarán a Bergoglio que la haya recibido en el Vaticano: las derechas españolas posan de católicas, pero mucho antes que católicas son muy de derechas. “Consuelo, eres más fascista que católica”, le decía cierto caballero cabal a su esposa cuando ésta se indignaba con el papa Woytila por condenar éste la guerra que patrocinaba José María Aznar.

Las derechas que lideran Pablo Casado y Santiago Abascal todavía no se han enterado de que ya no quedan comunistas en Europa. Los comunistas de ahora son en realidad socialdemócratas camuflados: las cosas que reclaman, propugnan e instauran cuando gobiernan se parecen mucho más a las reclamadas, propugnadas e instauradas por la socialdemocracia clásica que a las cosas impuestas por los regímenes comunistas del otro lado del telón de acero.

Adelanta, en cambio, Belarra a Díaz en lucidez táctica al defender que Podemos tiene que ser un partido fuerte, no un espacio vaporoso donde confluyan fuerzas progresistas de todo tipo y condición: unitarios, federales, condeferales, soberanistas, autonomistas, constitucionalistas, anticonsctitucionalistas...

A los partidos políticos les sucede un poco lo que al libro o a la cuchara: que no es fácil imaginar una herramienta más idónea al propósito para que el que fueron creados. Tal vez por eso las simpatías que concita Díaz no acaban de convertirse en votos: la gente sabe qué es Yolanda pero no acaba de saber qué es Unidas Podemos ni a quién se parece más, si a la vicepresidenta tercera del Gobierno o a la ministra Belarra y al portavoz Echenique.