Pedro, Pedro, Pedro. Tantas veces Pedro, que diría Alfredo Bryce Echenique. El secretario general del PSOE y presidente del Gobierno es muchos Pedros aunque tras ellos haya un solo Pedro verdadero, ése que quizá solo conocen sus más íntimos, ése cuya verdadera identidad, como la del Yahvé de las Escrituras, nos está vedado conocer al resto de los mortales. ¿Quién eres verdaderamente, Pedro, Pedro, Pedro? Soy el que soy.

Hace siete días, un Pedro descarnadamente pragmático se plegaba unilateralmente y sin pestañear a las tesis expansionistas de Marruecos sobre el Sáhara, cometiendo un pecado de lesa fraternidad contra los saharauis, cuya única posibilidad ya de volver a casa será hacerlo bajo la jurisdicción de Rabat y como súbditos del odiado Reino de Marruecos. “Es por vuestro bien”, viene a decir sin decirlo el Gobierno de España.

Pero contra ese Pedro que a tanta gente ha decepcionado, una semana después se alzaba en Bruselas un Pedro audaz, hiperactivo y visionario que daba una lección de alta política a las cancillerías europeas al convencerlas de que en la política energética de la Unión y en su mercado eléctrico supuestamente eficiente y competitivo anidan grandes injusticias y peligrosas perversiones.

Merced a los buenos oficios de Sánchez, los gobiernos de España y Portugal tendrán vía libre para taponar con emplastos nacionales la sangría que el precio de la energía ha abierto en la economía y en las familias de una península que, a efectos energéticos, el milagro de Pedro ha convertido en isla. 

La diplomacia de Súper Pedro no ha puesto patas arriba la política energética de la Unión, pero sí ha logrado abrirle los ojos a la Comisión y al Consejo sobre los riesgos que para la propia Unión entraña una fe demasiado ciega en el Dios Mercado. Quién sabe, quizás algún día se abra paso en la política europea la idea de que la energía es algo demasiado importante para dejarla en manos de los mercaderes.

El escritor andaluz José Mateos tiene dicho con gran sagacidad que “en política las victorias tienen efectos retroactivos”. En efecto, la inapelable victoria cosechada esta semana por Sánchez en Bruselas modifica retroactivamente la imagen que nos habíamos hecho del presidente el pasado viernes 18, cuando nos enteramos por la prensa de que España ya no era prosaharaui sino promarroquí.

El súbito cambio de posición les supo a cuerno quemado a muchos socialistas. La razón fáctica se había impuesto no ya a la razón solidaria, sino incluso a la razón histórica. Uno de esos dirigentes, que ocupó importantes responsabilidades institucionales y orgánicas en Andalucía, días después del Viernes Negro trasladaba en privado este agrio dictamen sobre el proceder del líder del PSOE: “Es mi secretario general, pero ha vuelto a pasarse el partido por los cojones”.

Esos mismos socialistas decepcionados se quitaban una semana después el sombrero ante ese mismo secretario general que había exhibido en Europa unas habilidades diplomáticas y un poder de convicción que recordaban al Felipe González de los mejores tiempos. Las exhibía además Sánchez en un momento políticamente delicadísimo para él: el Congreso lo había dejado en minoría en la cuestión del Sáhara y los sufridos transportistas, liderados por un camionero ultrapopulista con pinta de hacendado que acaba de abatir un ciervo de 12 puntas en su finca de Albacete, lo tenían acorralado. Una derrota en Bruselas podría haber sido fatal para el presidente.

Se diría que Pedro Sánchez Castejón se crece en las dificultades. Cuando parece estar a punto de ahogarse, se alza milagrosamente sobre las aguas y se pone a nadar enérgicamente hacia la orilla con un brío que nadie le habría supuesto: el Comité Federal del PSOE creyó haberlo matado aquel aciago 1 de octubre de 2016 y poco después resucitó; el Gobierno de Mariano Rajoy creyó tenerlo atado y bien atado al duro banco de la oposición y el 1 de junio de 2018 había reunido los apoyos suficientes para desalojarlo de la Moncloa y convertirse él mismo en presidente; en  2019 se equivocó gravemente al forzar una repetición electoral y logró salir bien parado y ser de nuevo investido con una mayoría Frankenstein por la que Alfredo Pérez Rubalcaba no habría dado un céntimo, pero que ahí está y parece que seguirá estando.

Y además es un tipo con suerte: la presencia de Pablo Iglesias en el Gobierno de España con el cargo de vicepresidente era una bomba de relojería que las elecciones anticipadas en la Comunidad de Madrid desactivaron limpiamente: Isabel Díaz Ayuso fue ella sola el comando Tedax que neutralizó el Artefacto Iglesias. Ocupó su lugar en el Gobierno una tal Yolanda Díaz que ha demostrado mucha más inteligencia política, eficiencia administrativa y sentido de Estado que su antecesor.

Es difícil prever qué será de Pedro en el futuro. Tendrá días de HiperSánchez y días de HipoSánchez. Días de Rabat y días de Bruselas, pero nadie podrá darlo por acabado hasta que esté muerto y bien muerto y hayan pasado al menos tres días después de haber sido enterrado y cubierto su sepulcro con una pesada losa. A sus adversarios les vendría bien no olvidar la taxonomía ideada por Andrés Neuman, para quien “hay dos clases de enemigos: los que nos indignan y los que nos dejan pensando”. Pedro pertenece a las dos clases a la vez.