El independentismo no tiene quien lo dirija políticamente para canalizar la fuerza de su base social, tampoco está preparado para enfrentarse a la violencia ejercida en su nombre y menos para ver cómo se desvanece su gobierno, presidido formalmente por Quim Torra, convertido ya en un triste holograma de Carles Puigdemont. La contradicción insostenible de alentar la confrontación para enviar a continuación a los Mossos a reprimir a los exaltados en cumplimiento de sus competencias legales ha acelerado la descomposición interna del gobierno. Un gobierno que ya salió muy tocado del último pleno en el Parlament en el que Torra propuso por su cuenta y riesgo un nuevo referéndum, ante la sorpresa de los diputados de ERC y de JxCat poco partidarios de volver a chocar contra el muro y la justicia.

Las noches de fuego y piedras en Barcelona están devorando, además de un gobierno de incompetencia manifiesta, el discurso pacifista del independentismo. A una velocidad supersónica. De poco habrá servido como contraposición positiva la imagen de la manifestación multitudinaria y exquisitamente pacífica de centenares de miles de caminantes convocados por ANC y Òmnium para protestar contra la sentencia del Tribunal Supremo. Los participantes recargaron de nuevo las baterías de la emoción y la solidaridad pero no pudieron resistirse a la evidencia de una falta de horizonte creíble, salvo que alguien pudiera dar por buenas las promesas de la presidenta de la entidad, Elisenda Paluzie, de una pronta proclamación de la independencia.

Tampoco pudieron ignorar que la manifestación no alcanzó las cifras habituales de asistencia; superó el medio millón de personas, sin embargo la cifra confirma la tendencia a la baja de las recientes convocatorias, inaugurada en los últimos 11 de Septiembre. Este resultado ratifica la fuerza extraordinaria que conserva el independentismo, pero subraya el fracaso de los continuos llamamientos a la ampliación su base, incluso ante una protesta contra una sentencia dura, valoración compartida por otros catalanes que los estrictamente soberanistas.

La desaparición del gobierno Torra ante la crisis de orden público ha permitido crear la sensación de que la dirección de la resistencia policial (con sus numerosas denuncias por excesos de los agentes) recae en el ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, a pesar de estar protagonizada mayoritariamente por los Mossos. Los constantes elogios del gobierno central a la policía autonómica fijan una línea política que se resiste a la aplicación de medidas extraordinarias en Cataluña, a pesar de la presión permanente de PP, Ciudadanos y Vox.

El gobierno Sánchez cubre el vacío institucional dejado por la Generalitat, pero solo instrumentalmente, ganando tiempo a la espera de una implosión política del independentismo (al menos la institucional de Quim Torra) o la aceptación expresa del gobierno Torra de su incapacidad para hacer frente al desorden y a las responsabilidades implícitas en el discurso de aliento a la confrontación, mantenido hasta hace bien pocos días, desde el Palau de la Generalitat y el Parlament de Cataluña.

La experiencia dice que la confusión y enfrentamiento entre las muchas familias independentistas e incluso el alejamiento de los Comunes de Torra por su empecinamiento en repetir una jugada fracasada se esfumarían al instante en que se aprobara por parte del gobierno Sánchez una medida extraordinaria . Y eso a pesar de que también el papel de Ada Colau como líder de la ciudad de Barcelona está quedando comprometido por las largas noches de enfrentamientos y los destrozos causados.

La principal incógnita para la Cataluña estupefacta ante la aparición de la violencia es cuánto tiempo puede mantener el PSOE su posición de prudencia a la espera de acontecimientos, salvo que vaya a solucionarse de forma rápida y casi milagrosa. De Torra nadie espera nada, ni sus socios, tan solo la aceptación que a la vuelta de la esquina no espera la república catalana sino la intervención de las instituciones históricas . Por eso la expectativa está centrada en el gobierno central. Atendiendo a la circunstancia electoral, la prudencia de los socialistas es interpretada como pasividad por sus rivales de la derecha, mientras que la asunción de una política de mano dura podría llevarle a pelear una campaña en el campo preferido de la derecha, el de la ley y el orden.

Dando por descontado que en el momento de apostar por la repetición electoral el escenario de la reacción a la sentencia debió ser contemplado en todos sus grados de indignación, puede intuirse que Sánchez estaría dispuesto a enfrentar el reto de jugar en campo contrario para consolidar la imagen del PSOE como partido de estado, con todos sus inconvenientes y en detrimento de la campaña ideológica. Los muchos politólogos del universo de Podemos auguran su fracaso.