En el discurso que pronunció Antonio Guterres (secretario general de Naciones Unidas) poco tiempo después del ataque de Hamás el 7 de octubre de 2023 afirmó que “nada puede justificar matar, herir y secuestrar deliberadamente a civiles, ni el lanzamiento de cohetes contra objetivos civiles” y llamó a la liberación de los rehenes secuestrados. A lo que añadió: “Es importante reconocer también que los ataques de Hamás no ocurrieron de la nada. El pueblo palestino ha sido sometido a 56 años de ocupación asfixiante. (…) han visto sus tierras constantemente devoradas por los asentamientos y plagadas de violencia. Su economía fue asfixiada. Su gente fue desplazada y sus hogares demolidos. Sus esperanzas de una solución política a su difícil situación se han ido desvaneciendo”. Tambien afirmó que, en todo caso, “los agravios del pueblo palestino no pueden justificar los horribles ataques de Hamás”. Lo cual no bastó para que Gilad Erdan (el embajador de Israel en la ONU) pidiera su dimisión y Lior Haiat (el portavoz del gobierno de Israel) dijera que estaba justificando el terrorismo.
Ahora que estamos viviendo una catástrofe humanitaria causada por la invasión terrestre y el asedio aéreo del ejército israelí sobre el campo superpoblado de refugiados de Rafah (invasión a la que se ha opuesto retóricamente toda la comunidad internacional), quizás convenga recordar brevemente las dinámicas de colonización a las que se refería Guterres para contextualizar el estado de actual de la guerra y de paso sugerir algún modo de prevenir la crónica de un genocidio anunciado.
Apenas una semana antes del ataque de Hamás decía públicamente Jake Sullivan (consejero de seguridad nacional de Estados Unidos) que “la región de Oriente Medio está hoy más tranquila de lo que lo ha estado en dos décadas”. La culminación de los Acuerdos de Abraham habría conseguido al fin normalizar a Israel en la región permitiendo a EEUU realizar su ansiado pivot to Asia para concentrar sus esfuerzos geopolíticos en el indo-pacífico y confrontar el auge chino. Nada más lejos de la realidad. A finales de 2022 se estableció en Israel la coalición parlamentaria entre el Likud y partidos como Poder Judío, Noam, Sionismo Religioso, Judaísmo Unido de la Torá y Shas (en lo que se ha conocido como “el gobierno más derechista de la historia de Israel”) que renovó a Benjamin Netanyahu como primer ministro del Estado. Esta radicalización del gobierno israelí hacia la extrema derecha sumado a los vestigios de la guerra contra Hamás en 2021, contra la Yihad Islámica Palestina entre 2022-2023 y contra Hezbolá en el sur del Líbano iban a provocar un considerable aumento de la tensión y la violencia en la región.
Poco antes del 7 de octubre se habían lanzado por parte de Israel varias misiones de colonización en Cisjordania: operaciones militares en Jenín, asesinato de periodistas y otros civiles, hostigamientos públicos contra palestinos en Nablus, el asalto a la mezquita de Al-Aqsa, incendios de vehículos y comercios, destrucción de tierras de cultivo, confiscación de territorios, demolición de casas y edificios, etc. Según varios informes elaborados en 2023 por el Alto Comisionado de Derechos Humanos de las Naciones Unidas los asentamientos de colonos en Cisjordania se habían multiplicado en los últimos años. Solo en el periodo comprendido entre noviembre de 2022 y octubre de 2023 se aprobaron la construcción de 13.000 viviendas en la Cisjordania ocupada (cifras récord). Algo que no parece casual si tenemos en cuenta que varios de los ministros que forman el actual gobierno de Israel se criaron en asentamientos de colonos en Cisjordania, como es el caso de Itamar Ben-Gvir o de Bezalel Smotrich (líderes respectivos de los partidos Poder Judío y Partido Sionista Religioso). Dos perfiles extremadamente supremacistas y beligerantes de los que depende Netanyahu para mantenerse en el poder y que están abiertamente a favor de la limpieza étnica de Palestina (“migración voluntaria” lo llaman) y la invasión terrestre de Rafah.
Además, las escaladas de violencia en los varios frentes de guerra que mantiene Israel en el exterior contra sus vecinos árabes se suelen traducir en un aumento correlativo de la violencia interna contra los árabes que viven tanto en Israel como en Palestina. Por poner dos ejemplos: con el inicio de la ofensiva en Gaza el ministro de Seguridad Nacional (Ben Gvir) proporcionó 10.000 armas a los colonos civiles y aumentó la concesión de nuevos asentamientos en Cisjordania; y recientemente con la invasión terrestre de Rafah la policía israelí ha demolido 257 edificios y 47 viviendas de los beduinos árabes-israelís (palestinos con ciudadanía israelí) que viven en el desierto del Néguev para ampliar la autopista 6 hacia el sur.
El brutal ataque realizado por Hamás el 7 de octubre fue una respuesta a los constantes actos de violencia perpetrados por Israel contra el pueblo palestino, fue también una forma de protestar contra la normalización diplomática de Israel en la región, de atraer el foco mediático a la causa palestina y, por último, de demostrar que Hamás pese a operar en la Franja de Gaza vela también por los intereses palestinos en una Cisjordania que lleva tiempo sometida a un régimen de apartheid y a una ocupación militar creciente bajo la colaboración activa o pasiva de la Autoridad Nacional Palestina.
A este respecto sigo creyendo que la intervención pública de Judith Butler (pensadora judía y estadounidense, madre de la teoría queer y una de las filósofas más influyentes de nuestro tiempo) sobre el ataque de Hamás ha sido la evaluación más acertada. Según ella el ataque está justificado en su casus belli (en su motivación) porque se trata de “una forma de resistencia armada contra la colonización, el asedio y el expolio permanentes” pero “no todas las formas de resistencia están justificadas”, razón por la cual condenó enérgicamente el asesinato de cientos de civiles israelís durante el ataque. Aunque parezca ingenuo exigir a Hamás que respete el ius in bello (las reglas de cortesía que se deben respetar para garantizar un transcurso moralmente aceptable de los conflictos armados, como p.e. no atacar objetivos civiles, sean personas o infraestructuras) cuando su oponente es mucho más poderoso y se lo salta de forma sistemática no podemos renunciar a que los estándares de eticidad y justicia sean exigentes.
Pese a ello Butler sugiere que se debería dejar de reconocer internacionalmente a Hamás como “grupo terrorista” para comenzar a considerarlo como una unidad política y militar que forma parte de un movimiento de resistencia y liberación más amplio. Hamás puede respetar en mayor o menor medida (e incluso violar) el Derecho Internacional Humanitario, pero si aplicamos el mismo criterio y consideramos “terrorista” a cualquier grupo armado que cometa crímenes de guerra ¿quedaría algún Estado libre de pecado para tirar la primera piedra? Al menos para el caso que ahora nos interesa no parece existir ningún criterio válido con el que caracterizar el terrorismo que incluya las acciones de Hamás y a la vez excluya las de Israel. Pero, ¿por qué es importante dejar de reconocer internacionalmente a Hamás como grupo terrorista? La respuesta corta es que se trata de la única fuerza militar palestina en condiciones de hacer frente a la colonización y la limpieza étnica de sus territorios, y al considerarla “terrorista” se deslegitima su existencia misma justificando así su aniquilación.
Seguramente hayan ustedes leído o escuchado el mantra de “la solución de dos Estados”. Hay de hecho un enorme consenso internacional en que esta es la única solución factible para garantizar en la región una paz duradera, y seguramente tengan razón. El Estado de Israel goza de una gran soberanía y autogobierno, pero ¿qué hay del Estado palestino? La mayor parte del mundo lo reconoce de iure a excepción del bloque occidental liderado por EEUU, pero ahora mismo el pseudo-Estado palestino se reduce de facto a un conjunto de guetos aislados entre sí en Cisjordania (donde la administración civil depende de la Autoridad Nacional Palestina) y a un pabellón inhabitable de escombros y cadáveres en la Franja de Gaza (donde manda Hamás), con ambos territorios subordinados al Estado de Israel.
Las políticas israelíes de demolición de edificios, confiscación de tierras, apropiación de recursos naturales, deducción de fondos de compensación, expulsión directa o indirecta de habitantes, destrucción de tierras de cultivo e infraestructuras civiles, construcción de asentamientos ilegales… sumado a las campañas de bombardeos intensivos en una de las zonas más densamente pobladas del mundo, a un sistema de restricciones arbitrarias (en forma de controles, detenciones, chekpoints, muros de segregación y cámaras de vigilancia) que dificulta la circulación de personas y mercancías, y a un bloqueo fronterizo por tierra, mar y aire que mantiene los territorios palestinos incomunicados con el exterior, no parecen muy favorables a la creación de un Estado palestino. Es más, me arriesgaría incluso a sostener que Israel lleva tiempo impidiendo que se forme nada parecido y que trata a Palestina como a una colonia subordinada sin derecho alguno a la autodeterminación, la autonomía o el autogobierno. Quizás el hecho de que en el parlamento israelí ni uno solo de los grandes partidos esté a favor de la solución de dos Estados o de reconocer al Estado palestino nos dé alguna pista al respecto.
Vivimos en un mundo en el que por desgracia la soberanía de los Estados reside fundamentalmente en sus aparatos militares. ¿Nunca se han preguntado por qué no tiene Palestina un ejército? Este es uno de los factores que favorece su sometimiento. Lo más parecido (sin contar “grupos terroristas”) es el Ejército por la Liberación de Palestina que fue establecido como el ala militar de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), y aunque ha sido recientemente reconstruido en los campos de refugiados palestinos en Siria permanece de facto integrado en el Ejército Árabe Sirio y está sumido en la guerra civil del país. Actualmente la soberanía de Palestina reside exclusivamente en la red de túneles subterráneos con que Hamás consigue más o menos sortear el bloqueo de la Franja de Gaza que Israel estableció desde que saliera elegido democráticamente en 2007. Esta inmensa red de túneles le sirve a Hamás para defenderse mediante guerrillas urbanas contra el poderoso ejército israelí, para realizar incursiones y ataques por sorpresa, para comerciar con países vecinos y tambien para adquirir, almacenar y producir armamentos. Se trata por tanto no solo de su principal herramienta de ataque y defensa sino tambien del último reducto de autonomía económica que tiene Palestina respecto de Israel.
Una importancia estratégica que Israel conoce de sobra. En 2014 ya ejecutaron una campaña militar contra Hamás en el subsuelo y consiguieron destruir aproximadamente 32 túneles. Entre 2019 y 2021 lograron colapsar otros 32 kilómetros de túneles, y recientemente en el marco de la llamada “guerra de sucot” han inundado algunos túneles, bloqueado algunas de sus entradas y salidas e intentado monitorizar sus movimientos. Así, resulta evidente que cuando Netanyahu habla de conseguir la “victoria total” no se refiere tanto a destruir a Hamás (pues aunque consigan matar a todos sus combatientes el movimiento de resistencia armada será protagonizado por grupos con otros nombres) cuanto a las infraestructuras de las que depende. ¿Qué impedirá a Israel expulsar a los palestinos que hayan sobrevivido al genocidio y anexionarse la totalidad de Cisjordania y la Franja de Gaza cuando la red de túneles donde reside el último resquicio de soberanía palestina haya sido incapacitada?
Hamás no es un grupo terrorista contra el que Israel se defiende legítimamente, sino una milicia de resistencia producida por el terrorismo de Estado que emplea Israel como método de colonización. Es la desposesión, la desesperanza, la estigmatización, el aislamiento y el terror que produce Israel como efecto de la dominación que ejerce sobre el pueblo palestino lo que genera las condiciones propicias para la proliferación de “grupos terroristas”. Israel produce aquello contra lo que dice defenderse. Si de verdad se quisiera “acabar con el terrorismo” sería mucho más efectivo apostar por una solución de dos Estados que seguir bombardeando de forma indiscriminada objetivos civiles. De hecho se sabe de sobra que Hamás aumenta sus índices de reclutamiento en momentos posteriores a los atentados israelís. ¿Qué harían ustedes si todos sus familiares hubieran sido asesinados, sus hogares destruidos, sus pueblos devastados y su comunidad estuviera sometida a desplazamientos constantes mediante amenazas de bombardeos mientras temen morir por inanición?
Las últimas negociaciones de paz fracasadas entre Israel y Hamás (fracaso de donde ha resultado la invasión terrestre de Rafah) nos han mostrado claramente que en situaciones de grandes asimetrías de poder entre los bandos en conflicto el débil está obligado a aceptar unas condiciones de paz tremendamente desfavorables y abusivas si no quiere asumir el riesgo de ser totalmente aniquilado en la guerra. Y tambien por cierto que para Netanyahu es totalmente inaceptable cualquier condición de paz que implique la reconstrucción de una Franja de Gaza absolutamente devastada bajo sus órdenes, lo cual sugiere que la campaña intensiva de bombardeos son una aceleración de las políticas israelís de demolición de edificios (hospitales, mezquitas, universidades, colegios, casas, etc.) para borrar la cultura material palestina de la faz de la tierra.
Seguramente estemos ante uno de los procesos de genocidio más anunciados y previsibles de la historia. Al menos si no se está ciego o sordo y se tienen en cuenta las dinámicas históricas de estrangulamiento económico y territorial en las que se inserta, la implicación de la sociedad civil israelí en acciones como bloquear la entrada en Gaza de ayuda humanitaria, la plaga de videos subidos por soldados israelís a plataformas como Instragram o Tiktok donde humillan a sus víctimas y se burlan de las atrocidades que cometen, o las múltiples intervenciones públicas de altos cargos políticos y militares israelís donde se declaran abiertamente a favor de la limpieza étnica y se refieren a todos los palestinos como animales, culpables o terroristas en potencia (incluidos los niños y niñas) que no merecen vivir.
En conclusión, si de verdad se quiere apostar por la solución de dos Estados por ser la única solución factible y pacífica (o al menos no tan violenta y sangrienta) al conflicto, como de hecho todos los políticos internacionales parecen asumir, no basta con declararlo por vía diplomática para quedar bien ante la prensa mientras se siguen mandando armas a Israel. Más bien sería necesario hacer al menos tres cosas: 1. Dejar de reconocer internacionalmente a Hamás como “grupo terrorista” y comenzar a considerar su brazo armado (las Brigadas Al-Qassam) como parte del ejército palestino, 2. Obligar a Israel a cumplir las medidas cautelares para prevenir el genocidio que dictaminó la Corte Internacional de Justicia ante la denuncia de Sudáfrica, y 3. Ayudar a la descolonización de Palestina, es decir, obligar a Israel a retirar el bloqueo socioeconómico que tiene establecido sobre Palestina y que le impide constituirse como Estado soberano. Se trata, en suma, de equilibrar en alguna medida la asimétrica balanza de poderes entre las facciones y de hacer cumplir el Derecho Internacional Humanitario. Solo así se podrá prevenir el anunciado genocidio en marcha y establecer a la vez una paz que sea justa además de duradera.
Adrián Rama Osante, graduado en Filosofía