Vox ya no se conforma con enseñar la patita. Ahora prefiere exhibirse de cuerpo entero con bravuconería y descaro. No le importa mostrar su cara más abyecta ante los focos. ¿Que con ello pierde votos? ¡Qué más da! ¿Que los gana? Bienvenidos sean, pero eso es lo de menos. Aquí lo único que de verdad importa es España. Todo sea por España, condenada sin remedio a desaparecer como nación si sus mejores hijos no dan un paso al frente para combatir al ejército de desertores y bastardos que comanda el amigo de separatistas y terroristas Pedro Sánchez.

Esta semana, dos valientes han dado ese paso sereno pero decidido: la presidenta de las Cortes de Aragón y el jefe del partido. Marta Hernández nos indignó, pero Santiago Abascal nos asustó. Ella quiso sacarnos de nuestras casillas; él, encerrarnos en ellas, echarles un buen candado y arrojar la llave a un pozo.

Blancas manos a la espalda, torva mirada de acero y adusta quijada legionaria, la presidenta de la Cámara de Aragón incumplió los deberes de su cargo y las formalidades de la buena educación al negarle enfáticamente el saludo a Irene Montero, ministra de Igualdad y dirigente de Podemos. Lo de Hernández con Montero no va de negocios: lo suyo con esa zorra comunista que quiere destruir España es personal.

Ser o no ser del mismo Bilbao

La dulce venganza de la ministra consistió en recordarle a su grosera anfitriona que estaba encantada de que coincidieran en un acto convocado por el Consejo de Europa para “defender el derecho al aborto, a la educación sexual y a los derechos feministas”. En buena lógica integrista, Hernández debería haberse puesto estupenda declinando su presencia en un acto inspirado en el depravado catecismo ideológico del lobby feminista internacional, pero en esto los de Vox apenas se diferencian de los demás políticos: proclaman ser del mismo Bilbao pero solo cuando les conviene; el resto de las veces se conforman con haber nacido en algún pueblo cercano.

Unos días después, el presidente y portavoz de Vox dijo esto en el último pase de la función de investidura de Alberto Núñez Feijóo: “[La amnistía a Carles Puigdemont y demás independentistas catalanes] es una agresión de la que el pueblo español tiene el deber y derecho de defenderse y lo hará. Después no vengan ustedes lloriqueando".

Hernández ya había demostrado, por lo demás, ser un cráneo privilegiado cuando, antes de ocupar el cargo que ahora ocupa, publicó en su cuenta de Twitter reflexiones tan sugerentes como que el Covid 19 era un virus creado por China de “manera intencional y premeditada”, que quienes se ponían las mascarillas eran unos “conspiranoicos” y que Pedro Sánchez era un “dictador comunista”. Cuando la nombraron presidenta de la Cortes se apresuró a borrar esos tuits: sería porque cuando los escribió se sentía del mismo Bilbao, pero al acceder al cargo pensó que no, que igual solo era de un pueblo cercano.

Una cierta raza de españoles

En la España de los años 30 debió haber bastante gente del tipo de Marta Hernández. Personas dispuestas a todo para librar a España de sí misma aun a costa de enterrar a la mitad de los españoles. Desde la muerte de Franco y hasta bien entrado el siglo XXI el declive de esta raza de ‘haters’ fue imparable; su agostamiento parecía irreversible, pero lo cierto es que, tras la humillante derrota del PP en 2004 (nominalmente atribuida a Rajoy, aunque en realidad fuera de Aznar), experimentó rebrotes significativos que habrían de convertirse en galopante especie invasora a raíz del Octubre Catalán y de la moción de censura que llevó a Sánchez a la Moncloa.

El prototipo de español airado al que se ajusta Abascal es distinto del de Hernández. Y más peligroso: en los años 30 provocó y ganó una guerra civil, gobernó el Estado durante 40 años y, tras la muerte del dictador, aún galleó en cenáculos y cuarteles durante más un lustro; solo se dio por vencido tras el funesto 23 de febrero de 1981 en que hizo tal ridículo que tardaría otros 40 años en recuperarse. El Abascal vagamente golpista de este septiembre de 2023 tal vez no sea más que un fantoche patético, pero solo porque hoy no queda en los cuarteles nadie con dos dedos de frente al que se le ocurra secundar el pronunciamiento militar que insinúan sus palabras.

Las personas del verbo

No sería justo decir que Vox ha traído el odio a la política española, porque, aunque agazapado, siempre estuvo ahí, pero sí que lo ha incorporado sin complejos a su programa y a su discurso. Vox ve odio en los otros pero no en sí mismo. Para ellos odiar es un verbo defectivo cuya conjugación no admite determinadas flexiones: en la primera persona del singular y del plural siempre se conjuga en voz pasiva (yo soy odiado, nosotros somos odiados) quedando reservada la voz activa únicamente para la segunda y tercera persona, preferiblemente en su versión pronominal (tú nos odias, él nos odia, vosotros nos odiáis, ellos nos odian).

Por eso, cuando algún alto cargo del partido de Santiago Abascal comete alguna tropelía contra los odiadores lo hace en defensa propia. Y en defensa, huelga decirlo, de España. Y no de una España cualquiera sino de España España, de una España doblemente España, que no es lo mismo sino todo lo contrario de una España múltiple.

Para todo Vox y para una parte muy considerable de la dirigencia y el electorado del Partido Popular, los únicos españoles fiables son ellos; su equivalente histórico serían los cristianos viejos de antaño. El resto de españoles son no ya conversos, sino algo peor: falsos conversos, herejes solapados, apóstatas vergonzantes, gente hipócrita que simula compartir una misma fe con los españoles viejos, pero practica en secreto los ritos, ceremonias y conjuros mandatados en el Catecismo Negro de la Antiespaña, escrito y rubricado, como diría Marta Hernández, por Pedro Sánchez Belcebú.