Lo que está pasando en esta legislatura inaugurada en el verano de 2023 se parece bastante pero no del todo a lo que pasó en la legislatura de 1993, cuando los artilleros del Sindicato del Crimen se pasaron los tres años del último mandato de Felipe González disparando incesantemente sus cañones, aun siendo conscientes de lo temerario de su estrategia, según confesaría años después su ilustrado lugarteniente Luis María Anson, vivo ejemplo de cómo las buenas letras no necesariamente tienen por qué estar reñidas con la infamia.

Lo que Anson declaró en aquella entrevista concedida en febrero de 1998 a Santiago Belloch para la revista Tiempo fue esto:  “Había que terminar con Felipe González, ésa era la cuestión. Al subir el listón de la crítica se llegó a tal extremo que en muchos momentos se rozó la estabilidad del propio Estado. Eso es verdad. Tenía razón González cuando denunció ese peligro..., pero era la única forma de sacarlo de ahí”.

Algunos de los sindicalistas de entonces siguen en activo, aunque ya no son los mismos: ni tienen la puntería de antaño ni su cinismo exhibe hoy el tenebroso fulgor de entonces; tampoco la calidad de la munición es la misma. Como es bien sabido, quien hace ahora de Felipe González es Pedro Sánchez, aunque, dicho sea con todas las cautelas, tampoco Pedro es Felipe, si bien cabe decir en descargo de aquel y demérito de este que tampoco, ay, Felipe es ya Felipe…

Casos, casitos, casetes

La diferencia de hoy con respecto a treinta años atrás es que entonces el Partido Socialista sí tenía graves delitos, feas faltas e imperdonables pecados que purgar, todos ellos laboriosamente transcritos y puntualmente filtrados a los periódicos del Sindicato por un espía renegado que solía operar bajo el patrocinio de un banquero cleptómano. El ego y las ambiciones de todos ellos quedarían colmados tres años después, cuando por fin lograban expulsar del poder a un Partido Socialista que, a su vez, ya llevaba por su cuenta toda la legislatura expulsándose a sí mismo con el caso GAL, el caso fondos reservados, el caso Roldán, el caso Filesa, el caso Urralburu, el caso Ibercorp, el caso Juan Guerra… En aquellos años finales de su edad dorada el PSOE, más que un partido, era un caso.

Ahora, su único flanco débil de incierta envergadura para los socialistas es el asunto Ábalos: los demás casos de supuesta corrupción y “apropiación mafiosa del Estado”, más que casos, son casitos, burbujas judiciales, baratijas procesales, chuches penales, achicoria informativa, carne más de telediario que de juzgado, aunque eso no significa que no puedan acabar haciendo mella en un Gobierno cuya agenda no logra hacerse oír por encima del estruendo de la bien engrasada cañonería conservadora.

Una de las diferencias de estos años con aquellos es que entonces los altos cargos todavía dimitían: les costaba, pero lo hacían. El clima político no está hoy menos polarizado ni enrarecido que entonces, pero el sistema de pesas y medidas con que se evalúan las conductas políticas irregulares se ha desnaturalizado hasta tal punto que las exigencias de renuncia o dimisión del adversario son pura formalidad que se tramita sin convicción ni expectativa.

Capitán Bocazas

En un país donde alguien como el presidente valenciano Carlos Mazón no ha dimitido porque sus jefes políticos de Madrid no quieren forzarlo a hacerlo pese a ser conscientes de su indigna conducta, ¿cómo esperar, como exigen el PSOE y el Gobierno en pleno, que dimita un excapitán de la Unidad Central Operativa de la Guardia Civil hoy al servicio de la Comunidad de Madrid -al servicio el exoficial, no la UCO- solo por haber escrito en su cuenta de wasap inequívocas injurias contra el presidente del Gobierno, tal y como reveló ElPlural.com?

Es cierto que Juan Vicente Bonilla, que así se llama quien hoy ocupa el cargo de gerente de Seguridad del Servicio Madrileño de Salud, no escribió que había que poner “una bomba lapa” bajo el coche de Pedro Sánchez; no, el alto cargo solo dijo, en plena pandemia, que había que “desterrar” al presidente a China o que él y su Gobierno de “rojomorados” eran unos “putísimos inútiles, mentirosos y felones”. Algún error ocasional que haya podido cometerse en la traslación de los mensajes de Bonilla apenas empaña ni, desde luego, empequeñece la trascendencia del servicio público prestado a la comunidad con su publicación por un periódico honorable con un periodista honorable al frente.

Por lo demás, desengañémonos: pocos, sean o no políticos, serían ciertamente capaces de pasar con éxito la dura prueba de ver expuestas en público opiniones y ocurrencias expresadas en privado, pero cuando un cargo público se ha expresado con la desvergüenza y procacidad con que lo ha hecho el excapitán Bonilla, quien lo ha nombrado debería pensarse si no sería buena idea prescindir de él, aunque solo sea por mera estética. Tal cosa, obviamente, no sucederá: al fin y al cabo el estilo verbal del antiguo picoleto no es menos impúdico ni cuartelero que el del mismísimo Miguel Ángel Rodríguez, oficial mayor del servicio de fontanería selecta del Gobierno de Isabel Díaz Ayuso.

Desengáñense, pues, quienes aún tengan alguna esperanza de que este emponzoñado Clima 93 puede remitir a corto o medio plazo: no lo hará hasta que los “putísimos inútiles” que nos gobiernan sean por fin desalojados del Gobierno que okupan y regresen a él personas con sincera vocación de servicio público y desinteresado amor a la verdadera España, sin por ello descuidar los sagrados deberes para con su familia, como Rodrigo Rato, Jaume Matas, Ignacio González, Eduardo Zaplana, Francisco Martínez, Luis Bárcenas, Francisco Álvarez Cascos, Miguel Blesa…