Desde ayer, el PP tiene nuevo presidente y, sobre todo, nuevo tono. Lo más importante para los militantes conservadores es tener nuevo líder, pero lo más importante para los ciudadanos españoles es que el principal partido de la derecha estrene un tono más humano y más sereno.

Alberto Núñez Feijóo parece haber traído un nuevo discurso al partido, pero eso quizá no sea lo más importante, pues el margen de un líder para modificar de forma sustancial el discurso de un partido es limitado; el verdadero margen para el cambio está en el tono de ese discurso.

Feijóo ha tirado discretamente al cubo de la basura el tono tajante, populista y simplón, y aun así irremediablemente impostado, de su antecesor al frente del partido. Ese cambio es, de entrada, mucho más importante de lo que daba a entender la inoportuna mordacidad de la vicesecretaria general del PSOE, Adriana Lastra, al responder con una dentellada a la mano tendida del nuevo líder conservador: “Siguen siendo –disparó ayer la dirigente socialista– los mismos con las mismas actitudes; el lema ‘Lo haremos bien’ deja claro que quieren seguir trincando, pero que esta vez no los pillen”.

Durante la Transición y aun después se habló bastante de Galeusca, que en realidad era poco más que un nombre, pero con el que sus promotores querían significar una suerte de confederación de los tres pueblos ibéricos con identidad política y vocación nacional propias: Galicia, Esukadi y Cataluña.

A imitación de aquella confederación fantasmal, en el XX Congreso del PP celebrado este fin de semana en Sevilla ha nacido AnGalicía, neologismo de urgencia que siendo tan feo no parece que vaya a tener mucho futuro como sobrenombre pero que sirve para denominar el pacto de hermanos de sangre suscrito por el presidente de Galicia y del PP de España, Alberto Núñez Feijóo, y el presidente de Andalucía y del PP regional, Juan Manuel Moreno Bonilla. Tú en San Telmo y yo en la Moncloa.

El primer efecto orgánico de la alianza galaico-andaluza es que el sobrepeso histórico de Madrid en el partido pronto se verá significativamente rebajado. Aun habiendo sido el epicentro de una corrupción institucional pavorosa, el PP madrileño no ha perdido su capacidad para desestabilizar a la organización. El desestabilizar se va a acabar es uno de los puntos del programa implícito de Feijóo.

Aunque Isabel Díaz Ayuso sigue, incansablemente, calentando en la banda, la supervivencia de Alberto Núñez Feijóo dependerá no solo de si alcanza el poder sino, en caso de no alcanzarlo, de cómo no lo alcanza, de a cuántos votos se queda de las puertas de la Moncloa. Su paisano Mariano Rajoy sobrevivió en 2008 justamente por haber perdido muy ajustadamente: 3,9 puntos de desventaja sobre el PSOE de Zapatero; aun así, el trío de la benzina formado por Esperanza Aguirre, Pedro J. Ramírez y Federico Jiménez Losantos quiso matarlo pero fracasó. Francisco Camps desde Valencia y Javier Arenas desde Andalucía lo salvaron.

A Casado, en cambio, no ha podido salvarlo nadie. Y lo que es peor: no ha querido salvarlo nadie. No supo ganarse el derecho a que alguien quisiera salvarlo. De ahí que el momento de mayor patetismo y compasión del congreso fuera su reaparición en la tribuna con la cabeza en la mano. Triste, ciertamente. Aludió Casado al alto precio que ha tenido que pagar por decir la verdad sobre los trapicheos de la familia Ayuso. Tal vez sí, pero tal vez no. Le cuadra a Casado aquello que escribió el genial reaccionario Nicolás Gómez Dávila: “Hay que desnudar la verdad, no desollarla”.

Triste su caída, ciertamente, pero retengamos las lágrimas: difunto para la política nacional pero parece que no para economía familiar. Un periodista tan bien informado de lo que sucede en la derecha como José Antonio Zarzalejos desvelaba el viernes pasado en la cadena SER que Casado tiene una buena oferta profesional del sector privado al otro lado del Atlántico. Esta gente la derecha siempre acaba colocándose bien; no les queda otra: si no lo hacen, sus correligionarios les pierden el respeto.

A Moreno y Feijóo les unen muchas cosas. Entre ellas, la de haber administrado con prudencia su patrimonio político, heredado de sus mayores en el caso del gallego y fruto de un golpe de suerte en el caso del andaluz.

El 2 de diciembre de 2018 a Moreno le tocó el Gordo y desde entonces ha sabido administrar con buen olfato su inesperado capital. A Pablo Casado también le tocó el Gordo, unos meses antes en el XIX Congreso del PP, cuando el odio de María Dolores de Cospedal a Soraya Sáenz de Santamaría le sirvió en bandeja la presidencia del partido, pero luego despilfarró sin ton ni son aquella fortuna que equivocadamente él creyó fruto de su talento y no de su suerte. Casado confundió lo que había sido un gol de carambola con un obús directo a la escuadra salido de su portentosa bota derecha.

Mientras, en el PP nuevo presidente, nueva alianza orgánica, nuevos equilibrios territoriales y nuevo tono. Lo más importante para la nación es el cambio de tono. De hecho, el significado último de las palabras que se dicen está en el tono con que son dichas más que en su literalidad. Feijóo no puede pretender que Pedro Sánchez sustituya a Unidas Podemos por el PP, pero sí puede rescatar a su partido de la estéril e irresponsable deriva populista patrocinada por Casado. Es una oportunidad: Ferraz debería morderse la lengua, no morder la mano tendida de su adversario.