Salvo quienes forman parte de la nomenclatura que ha hecho carrera en el partido a la sombra de Pedro Sánchez, la mayoría de los varios miles de socialistas que abarrotaban el palacio de congresos de Sevilla en la soleada mañana del 29 de octubre debieron echar de menos a Alfonso Guerra, cuyo papel de Pepito Grillo del nuevo PSOE tanto incomoda en Ferraz. 

Una celebración del 40 aniversario de la victoria socialista de 1982 sin la presencia de quien fuera vicesecretario general y vicepresidente del primer Gobierno del PSOE tras la Guerra Civil solo puede explicarse por una decisión personal del actual líder del partido e inquilino de la Moncloa. Pretender que no fue invitado por un error o un olvido es poco respetuoso con la inteligencia de afiliados y periodistas, pues es metafísicamente imposible olvidarse de Guerra cuando se nombra del 28 de octubre del 82.

Sucede, sin embargo, que, al contrario que Felipe González, Pedro Sánchez no tiene un Alfonso Guerra. El propio Pedro Sánchez es el Alfonso Guerra de sí mismo. Alfonso fue el hombre que dirigía el partido con mano de hierro, era quien ponía las líneas rojas, quien sacaba del encuadre de la foto a aquellos se movían, era quien decapitaba dirigentes territoriales aunque fueran presidentes autonómicos, como el caso del andaluz José Rodríguez de la Borbolla.

En cuanto a González, aunque cuarenta años después de la gesta del 82 mucha gente piensa que se ha vuelto de derechas, el octogenario que ayer en Sevilla habló ante más de 4.000 militantes hizo un discurso perfectamente encuadrado en la socialdemocracia clásica, que es donde siempre ha militado el expresidente. No es que Felipe se haya vuelto de derechas, sino que es la derecha la que se ha vuelto felipista: los mismos que hoy se ponen estupendos retratándolo como un hombre de Estado, lo pintaban como un ogro cuando gobernaba y conspiraban incansablemente para derrocarlo.

Aunque en cuestiones orgánicas Sánchez no es menos guerrista que Guerra, como demostró en 2015 cuando ‘se hizo un Borbolla’ con el líder madrileño Tomás Gómez, en los tiempos que corren, con el PSOE federal ganando por la mínima y dirigentes territoriales con mando en plaza, el secretario general no puede cortar cabezas respondonas con la frialdad y determinación con que lo hacía Alfonso en los ochenta, de un tajo tan limpio y certero que apenas quedaba rastro alguno de sangre que limpiar. Los lugartenientes del guillotinado llegaban a la mañana siguiente a la planta noble donde el pobre solía trabajar de sol a sol y lo encontraban todo limpio y reluciente. Comparado con lo de Pepote, lo de Tomás fue una chapuza.

Antes que guerrista e incluso, según los peor pensados, antes que socialista, el actual secretario general es sanchista, un estigma tal vez exagerado y seguramente injusto pero que el presidente no solo se ha ganado a pulso sino que no parece que le inquiete mucho que le hayan colgado tan injurioso sambenito.

Si el Felipe del 82 y de los años siguientes encarnaba el pragmatismo del gobernante determinado a cambiar el país poco a poco pero de arriba abajo, el Alfonso de entonces encarnaba las esencias ideológicas, la épica de los descamisados, la cultura obrerista del partido; Alfonso era el ángel guardián de una disciplina férrea sin la cual ni se podían ganarse elecciones, y menos por un partido en el que a la muerte de Franco militaban cuatro gatos, ni se podía hacer lo que había que hacer desde el Gobierno. La política es la guerra por otros medios y Alfonso era el mariscal de campo encargado de pastorear a la tropa socialista.

Pedro Sánchez es dos en uno, es Felipe y es Alfonso. Aunque su talla política sea menor y su personalidad resulte más controvertida, Pedro ha heredado el pragmatismo político de Felipe aunque elevándolo a la enésima potencia; y ha copiado el leninismo organizativo de Alfonso Guerra aunque desvirtuando y vaciando de funciones las molestas estructuras intermedias del partido, encargadas de fiscalizar y atar en corto, llegado el caso, al secretario general.

Alfonso tenía que recordarle de vez en cuando a Felipe quiénes eran y de dónde venían, pero el presidente debía contestarle que lo importante era adónde iban. Pedro no tiene un Alfonso con peso y entidad propios que le recuerde tales cosas. La ausencia de Guerra en el bodorrio de ayer Sevilla -bodas casi de plata del partido consigo mismo- era mucho más que un pecado de urbanidad o una descortesía política: era una metáfora del nuevo PSOE de Pedro Sánchez, el retrato de un partido descarnadamente pragmático, no tanto desentendido de la ideología como decidido a convertirla en traje de quita y pon según las conveniencias: un partido, en fin, determinado a ganar el mundo aun a costa de perder su alma.