La Mesa del Congreso de los Diputados es un Congreso de los Diputados en pequeño, simplificado. La Mesa es una síntesis aritmética de los grandes números que configuran la Cámara: quien tiene la mayoría en ésta, lo tiene en aquélla. De los nueve miembros de la Mesa constituida esta semana, cinco son de izquierdas y cuatro de derechas. Su composición evidencia que Pedro Sánchez puede ser investido presidente del Gobierno y que Alberto Núñez Feijóo no puede serlo.

Pero mejor no engañarse. Contra lo que repite machaconamente el discurso gubernamental, no es cierto que las urnas hayan arrojado una mayoría inequívocamente progresista. Es más bien lo contrario: las derechas identificadas como tales derechas suman 170 diputados (136 del PP, 33 de Vox y 1 de UPN), mientras que las izquierdas identificadas como tales izquierdas mondas y lirondas suman 153 diputados (122 del PSOE y 31 de Sumar). El resto de la Cámara lo ocupan diputados cuyo rasgo político definitorio es el nacionalismo, no el izquierdismo o el derechismo. Excluyendo a Junts, que es un partido explícitamente de derechas, ERC y Bildu son formalmente de izquierdas pero materialmente de derechas, tienen ideas progresistas pero creencias conservadoras, dando a ambos términos la interpretación de Ortega según la cual las ideas las tenemos, mientras que las creencias nos tienen ellas a nosotros.

Iguales y mejores

Progresista es navegar bajo la bandera que tiene bordado el emblema ‘Todos somos iguales’; nacionalista es hacerlo bajo el estandarte ‘Nosotros somos mejores’. Aunque uno cree militar en la izquierda y el otro en la derecha, ERC y Junts han venido votando lo mismo durante años porque su rasgo definitorio principal no es la ideología sino la patria. Naturalmente, dentro del nacionalismo, como dentro de la izquierda, hay matices y diferencias. Puigdemont, Ayuso o Abascal practican un nacionalismo de garrafón, un patriotismo rudimentario que en Oriol Junqueras -el Oriol Junqueras post 1 de Octubre- o en Alberto Núñez Feijóo no es menos inequívoco pero sí más refinado.

Con tan controvertidos protagonistas, demasiados observadores están dando por seguro que, tras haber facilitado con su voto una Mesa de izquierdas por un precio razonable, Junts empieza a dejar de ser Junts para empezar a parecerse a Esquerra. Mejor esperar a la investidura de Sánchez para estar seguros de que es así. Y si esta sale adelante, mejor esperar a ver cómo transcurre la legislatura. Es difícil imaginar a un Puigdemont pragmático y posibilista, aunque todo puede ocurrir, pues el inagotable crédito que el expresident posee entre sus votantes y seguidores le otorga un amplísimo margen de maniobra para reinventarse e incluso traicionarse a sí mismo. El ‘Todo por la patria’ lo aguanta todo.

En cualquier caso, el precio puesto por el nacionalismo catalán a su apoyo a la socialista Francina Armengol como presidenta del Congreso era asequible. Que en el Congreso se hablen todas las lenguas de España y no solo la castellana es una buena noticia, aunque muchos españoles piensen que es mala. Paradójicamente, la entrada de las otras lenguas en la Cámara Baja es tal vez el mejor servicio que los ‘enemigos de España’ podían prestar a España, porque contribuirá a hacer de éste un país más consciente de su diversidad congénita, tantas veces negada. Sin pretenderlo, ERC y Junts estarán contribuyendo a hacer realidad el viejo sueño del catalanismo decimonónico, aquel que soñaba no con separarse de España, sino con hacer de ella un país mejor: más industrial, menos clerical, más europeo.

¡Cómo hemos cambiado!

Hoy, el PSOE que hasta ayer rechazaba frontalmente el uso del catalán o el euskera en el Congreso ha cambiado de parecer, y no por convicción sino por necesidad. No por vana convicción plurinacional sino por urgente necesidad vital. Pero recuérdese que en política muchas veces el camino de la necesidad conduce al palacio de la virtud. Sánchez indultó a los presos del procés por necesidad, pero a la postre aquella decisión resultó ser mucho más virtuosa de lo que el presidente pudo imaginar: contribuyó a hacer de nosotros un país más clemente y menos vengativo.

En cuanto a lo que se avecina, Sánchez nunca autorizará el referéndum de autodeterminación que pretenden Esquerra y Junts, pero sí puede promover -sin repetir chapuzas tipo supresión de delitos del Código Penal- un cierto alivio penal de las decenas de encausados por el procés que están a la espera de juicio y cuyo encarcelamiento y ruina económica no nos haría un país más justo, sino más ciegamente decidido a tirar piedras contra su propio tejado creyendo estar tirándolas contra el ajeno.

Es cierto en cualquier caso, como ha dicho el jefe de la diplomacia europea con lenguaje nada diplomático, Josep Borrell, que sufrimos la paradoja de que la formación del Gobierno de España “dependa de alguien que dice y repite que la gobernabilidad de España le importa un carajo”, pero conviene no precipitarse sacando consecuencias demasiado tremendistas. Al fin y al cabo, como adivinó lúcidamente filósofo romántico alemán Friedrich Schelling, “lo que hace verdaderamente importantes las acciones humanas son sus consecuencias reales, y estas casi siempre son distintas de las que se pretendían”. Depender de quien ha burlado al Estado español ante las cancillerías del mundo es, en efecto, un amarguísimo, y aun humillante, trago, pero al no conocer sus consecuencias aún es pronto para saber, primero, si habrá trago y, segundo, si, de haberlo, habrá valido la pena beberlo.