En 1994, cuando el “regreso del punk” empezó a convertirse en un eslogan cómodo para la industria, Smash de The Offspring hizo algo más radical que colarse en las listas: demostró que un sello independiente podía jugar en la misma liga que las multinacionales… y ganarles la partida. Que un disco editado por Epitaph —la casa levantada por Brett Gurewitz para sacar los álbumes de Bad Religion— se convirtiera en el álbum más vendido de la historia publicado por un sello independiente no fue solo una anécdota de cifras, fue una grieta real en el muro que separaba el underground de la MTV.

Epitaph, el “sonido” que se volvió sistema

Para entender Smash hay que entender el ecosistema que lo hizo posible. Epitaph, nacida para dar salida a Suffer y al universo Bad Religion, llevaba ya unos años afinando una fórmula peligrosa: mantener la ética y la estética del punk, pero con una producción limpia, poderosa, pensada para sonar igual de contundente en un garito que en una cadena de radio nacional. Eso que tantos fans de la vieja escuela criticaron como un sonido “demasiado pulido” acabó siendo precisamente el caballo de Troya con el que bandas como NOFX, Pennywise, Rancid o los propios The Offspring atravesaron el umbral del gran público.

1994 es, en ese sentido, un año bisagra. Epitaph lanza en pocos meses Punk in Drublic de NOFX, Unknown Road de Pennywise, Let’s Go de Rancid y este Smash que reventará cualquier previsión. Al otro lado del tablero, en las majors, Green Day aterriza con Dookie y Bad Religion firma con Atlantic para publicar Stranger Than Fiction. El punk californiano deja de ser un asunto local para convertirse en un producto global, y Smash es uno de los grandes catalizadores de ese cambio.

Grabar “a ratos” un disco millonario

El contraste entre el resultado y las condiciones de partida forma parte del mito. The Offspring llegaban a Smash con dos discos previos —el homónimo de 1989 y Ignition (1992)— que los habían situado en el circuito punk pero sin convertirlos en un fenómeno de masas. No eran unos adolescentes improvisando; Dexter Holland tenía 29 años cuando el álbum salió, y la banda arrastraba ya una década de rodaje.

La grabación, entre octubre y diciembre de 1993 en Track Record (North Hollywood), tuvo algo de economía de guerra: presupuesto ajustado y sesiones aprovechando los huecos libres del estudio para pagar tarifas reducidas. De ese “ir a ratos”, de esa precariedad casi doméstica, salió un disco que acabaría vendiendo entre 16 y 20 millones de copias en el mundo y más de seis solo en Estados Unidos, certificado seis veces platino y convertido en el mayor éxito comercial de un sello independiente. El contraste es elocuente: la estructura económica es de indie, el impacto es de multinacional.

Un disco de punk que no tiene miedo al estribillo

Musicalmente, Smash captura un momento muy concreto del rock de guitarras de los 90. El esqueleto es punk californiano de alta velocidad, pero el álbum se abre constantemente a otros territorios: rock alternativo, toques de ska, melodías que coquetean sin pudor con el pop. El secreto no es tanto la mezcla de estilos como la manera de administrarlos: The Offspring entienden que la contundencia y la accesibilidad no son excluyentes.

La secuencia inicial lo deja claro. Tras la pequeña introducción irónica de Time to Relax, Nitro (Youth Energy) entra como un disparo: hardcore melódico de alta velocidad, guitarras trotonas, un estribillo que condensa esa sensación de generación que no cree demasiado en el mañana. Bad Habit juega al falso reposo en su arranque antes de desatar un cambio de ritmo brutal y convertir la frustración al volante en una caricatura violenta, casi cómica, del conductor rabioso. Es punk de manual, pero filtrado por una escritura que no renuncia a la imagen y al detalle.

Gotta Get Away baja las revoluciones y se acerca al terreno del rock alternativo, con un bajo protagonista y una atmósfera de presión y agotamiento que remite tanto al grunge como a la ansiedad del músico sometido al éxito inesperado. Esa oscilación entre arrebato y medio tiempo, entre tralla y melodía, recorre todo el álbum.

Himnos de la generación X: de las pandillas al “no tengo autoestima”

El corazón popular de Smash está, obviamente, en el trío de singles que lo convirtieron en fenómeno global: Come Out and Play, Self Esteem y Gotta Get Away.

Come Out and Play funciona como una especie de manual de composición para el punk-post-MTV: riff de guitarra con sabor “oriental” que engancha al primer segundo, estribillo coreable, frase-muletilla (“You gotta keep ’em separated”) y una letra que habla de violencia entre pandillas y tensión en las escuelas sin necesidad de editorializar. El tema se convirtió en número uno en la lista rock de Billboard y, con su videoclip rotando en MTV, abrió las puertas del mainstream a una banda que hasta entonces vivía en el circuito punk.

Self Esteem es el otro gran pilar emocional del disco. Aquí The Offspring renuncian a la velocidad como carta principal y apuestan por un medio tiempo pesado, arrastrado, donde la base rítmica sostiene un relato de amor tóxico y humillación que conectó con una audiencia que venía de la resaca Nirvana. “Cuanto más sufres, más demuestras que te importa de verdad” no es una consigna moral; es la descripción de una lógica afectiva enferma que muchos adolescentes reconocieron sin esfuerzo. Los “lalalás” del inicio y el estribillo construido casi sobre un simple “yeah” alargado muestran hasta qué punto la banda entendió el poder de lo simple bien colocado.

Gotta Get Away, menos citado pero igual de central en el álbum, encarna ese estado de saturación mental, de no poder más, que atravesaba tanto a los músicos como a buena parte de la generación X: presión, ruido, expectativas y una salida que nunca está clara.

El esqueleto como símbolo: violencia, muerte, adicción

Uno de los aciertos de Smash es su coherencia visual. La portada del álbum y las de los singles principales comparten un elemento: un esqueleto distorsionado, de aire siniestro, que aparece en carátulas, discos y videoclips. No es un mero adorno estético; funciona como condensación gráfica de los temas que recorren el disco: muerte, violencia, suicidio, codicia, adicción, autodestrucción.

Canciones como Genocide ponen el foco en la condición humana desde una perspectiva abiertamente pesimista; What Happened to You? recurre al ska para hablar de la degradación por las drogas; Bad Habit caricaturiza la agresividad al volante; It’ll Be a Long Time y So Alone refuerzan esa idea de aislamiento y furia sin cauce claro. El esqueleto, en este contexto, opera como recordatorio: seguir por ese camino lleva siempre al mismo sitio.

Kevin Head y Fred Hidalgo —también responsables del arte de Recipe for Hate de Bad Religion— firman una dirección artística que une el imaginario punk, el humor negro y una claridad simbólica muy efectiva para un disco que aspiraba a conectar con millones de personas sin diluir su contenido.

Una parte importante del mito de Smash tiene que ver con su posición en la geografía musical de los 90. The Offspring venían de una escena en la que la independencia no era una etiqueta cool sino una necesidad económica y política. El salto de Green Day a una multinacional y el fichaje de Bad Religion por Atlantic en ese mismo 1994 encendieron debates sobre la “traición” al punk. Smash aparece justo en medio de esa discusión, pero lo hace desde un lugar distinto: es un disco que revienta cifras sin abandonar el sello independiente que lo lanza.

Ese éxito cambia también la escala de Epitaph. Lo que empezó como una estructura pensada para dar salida a una banda concreta se convierte, de golpe, en una referencia mundial capaz de competir en ventas con gigantes de la industria. El llamado “sonido Epitaph” —hardcore melódico potente, producción nítida, canciones en torno a los tres minutos con estribillos memorables— se convierte en estándar para toda una hornada de bandas y sellos satélite.

El impacto de Smash no se limita al propio catálogo de The Offspring. Su manera de combinar velocidad, melodía, letras de angustia juvenil y una producción preparada para la rotación televisiva abre camino al pop punk y al punk rock radiofónico de la segunda mitad de los 90. Desde ahí es fácil trazar líneas hacia Americana o Conspiracy of One, pero también hacia la consolidación de un modelo en el que el punk deja de ser, definitivamente, un territorio al margen.

Un clásico incómodo… y necesario

Hoy, visto con la perspectiva de tres décadas, Smash ocupa un lugar peculiar en la historia del punk y del rock alternativo. No es el disco más radical ni el más innovador del género. Tampoco es el favorito de quienes buscan en el punk una pureza imposible. Pero su importancia reside precisamente ahí: en mostrar hasta qué punto una banda salida del circuito independiente podía, sin renunciar a su ADN de guitarras afiladas y tempos acelerados, convertirse en banda sonora masiva de una generación.

El álbum funciona como una fotografía nítida de la época: una década marcada por la desconfianza, la apatía y la sensación de estar viviendo un final de ciclo, traducida aquí en canciones que hablan de violencia juvenil, autoestima rota, adicciones y rabia difusa. La portada del esqueleto, los interludios hablados que abren y cierran el disco... Que Smash siga vendiéndose, reeditándose y apareciendo en listas de “discos imprescindibles de los 90” no es solo un efecto nostalgia: es la prueba de que aquel experimento improbable —una banda de Orange County grabando “a ratos” en un estudio barato para un sello independiente— capturó algo profundo de su tiempo y lo empaquetó en 37 minutos de energía, melodía y desencanto. Un disco que no solo vendió millones, sino que cambió la conversación sobre lo que un sello independiente podía llegar a hacer.