Pablo Guerrero, una de las figuras más queridas y singulares de la canción de autor en España, ha fallecido este martes en Madrid a los 78 años. Con su muerte se apaga la voz que convirtió “Tiene que llover, tiene que llover…” en un deseo colectivo de renovación durante la Transición, un estribillo que atravesó generaciones y que todavía hoy se reconoce como emblema de esperanza y de dignidad.
Nacido el 18 de octubre de 1946 en Esparragosa de Lares (Badajoz), hijo de agricultores, Guerrero creció entre la lectura y la tierra. Estudió Magisterio en Sigüenza y, ya en Madrid, cursó Filosofía y Letras mientras comenzaba a tomarse en serio aquello que hasta entonces había sido una pasión: cantar con una guitarra como única aliada. En la capital, a finales de los sesenta, se impregnó de una cultura urbana que lo empujó a explorar más allá del folclore extremeño al que siempre volvería como quien regresa a casa. Ese doble latido —poesía y raíz— moldeó un estilo de dicción sobria, mirada humanista y emoción contenida que lo hizo inconfundible.
Su primer gran punto de inflexión llegó en 1969, cuando se presentó al Festival de Benidorm con Amapolas y espigas: ganó el premio a la mejor letra y obtuvo el segundo puesto, lo que le abrió la puerta de la industria discográfica. Aquella rampa de lanzamiento desembocaría en 1972 en A cántaros, donde la guitarra de raíz se mezclaba con un aire folk contemporáneo y nuevas texturas para la canción de autor española. La pieza homónima, con su lluvia porfiada, se convirtió en himno oficioso de una ciudadanía que anhelaba respiraderos políticos y éticos en el ocaso del franquismo. “Tiene que llover, tiene que llover…”, repetía el estribillo, y la consigna se volvió metáfora de un país que quería cambiar.
Guerrero explicó décadas después que aquella lluvia no era solo meteorología sentimental sino una idea de comienzo, de purificación y de futuro, un “nuevo principio” que debía alcanzarse sin estridencias y con trabajo paciente. Ese gesto —convertir la esperanza en verbo— se mantuvo como hilo conductor de su carrera. El eco de A cántaros convivió pronto con otras canciones talladas desde la misma ética de lo cotidiano: la emigración, la memoria, la tierra, los oficios, el derecho a la alegría sin ingenuidad. Así fue levantando una obra cuya vigencia no dependía del contexto político, sino de su capacidad para interpelar a la vida corriente.
La década de los setenta consolidó su nombre. En 1975 grabó en el Olympia de París uno de los directos más recordados de la canción de autor, un álbum que capturó la desnudez de su voz y su guitarra y que se convirtió en título de referencia. En esos años también abrió el abanico sonoro: Porque amamos el fuego (1976) coqueteó con el jazz; A tapar la calle (1977) se asomó al flamenco desde la música popular extremeña. Un creador en movimiento, sí, pero sin perder nunca la sobriedad expresiva ni la fidelidad a un vocabulario propio.
A lo largo de ese medio siglo largo de oficio, Guerrero recibió el reconocimiento institucional y el cariño popular. La Medalla de Extremadura refrendó el vínculo con su tierra, y en 2021 le llegó la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes, un galardón que lo situó —con justicia— en el panteón de creadores imprescindibles de la cultura democrática española. No es casualidad que su figura haya sido despedida con especial emoción en Extremadura, donde su nombre está trenzado con la memoria de una generación.
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